miércoles, 7 de agosto de 2013

2. (Ah, el sexo, el sexo, el sexo). Canción: Pequeña puta.



¿Saben una cosa? Hay algo que siempre me ha parecido de lo más curioso entre hombres y mujeres, y tiene que ver con el sexo. Cuando uno, digámoslo así, utiliza a una mujer (es decir, tienen sexo bestial una y otra vez sin ningún compromiso de relación) es posible que ella salga herida diciendo, precisamente, que las utilizamos, que nos aprovechamos de ella y tapatí y tapatá. En cambio, cuando una mujer utiliza a hombre (no es muy usual, pero a veces se da) siempre pedimos más. “Ya sé que no me amas, nena, y me duele, pero por lo menos no dejes de hacerme la vuelta”. Y es que el sexo nos equilibra, con o sin amor. Claro, el sexo con amor es grandioso, pero sin amor tampoco está mal. Es recreativo como el cine, y hace dormir de puta madre. Como leí por ahí: “El sexo sin amor es una experiencia vacía. Pero como experiencia vacía es una de las mejores”. Como diría Woody Aleen, “Solo existen dos cosas importantes en la vida. La primera es el sexo y la segunda no me acuerdo”. O como escribió otro tipo por ahí: “Si no había de vez en cuando algo de sexo, ¿en qué consistía la vida?”.
Las mujeres no suelen reconocerlo de ese modo, o a lo mejor es cierto que no lo sientan así. De ahí que siempre vayamos por caminos diferentes.
Todo esto me hace recordar a una chica que conocí alguna vez. Se llamaba Sandra y tenía el cabello rojo; rojo de verdad, es decir sin tinturas. Tenía también la piel muy blanca. Siempre la comparé con una especie de cortesana, de esas que se ven en las pinturas del renacimiento o en algunas películas porno europeas.
No voy a entrar a comentar aquí cómo la conocí ni cómo terminamos en la cama: esas partes suelen ser lo más cursi de las historias. Diré simplemente que tenía unas tetas de ensueño, con unos pezones rosados, muy bonitos. Imaginen a las cortesanas de las pinturas y entenderán de lo que hablo. Pero algo más: a Sandra de gustaba de veras el sexo, y vivía sola, y yo era un chico universitario que leía a Henry Miller y no tenía nada que perder. Entonces me la pasaba en su apartamento todo el día y teníamos sexo en el baño y en la sala y en la cocina y en las escaleras y en el pasillo y ah… Nunca supe bien qué sentía ella, pero sí sabía qué sentía yo: encantamiento. Sandra era una chica que andaba por los treinta y pico mientras que yo apenas si superaba los veinte. Y bueno, para mí fue la delicia del descubrimiento, sexo sin vergüenza.
Sólo que poco después me di cuenta de que no gozaba del privilegio de la exclusividad. O sea, que las prácticas que Sandra tenía conmigo también las tenía con otros. Y cometí el error de reprochárselo.

-          Pero mierda, Sandra, entonces yo qué vengo siendo en tu vida.
-          ¿Vos? –me dijo, la muy perra-. Un machucante, un vibrador que habla.

Me hice el digno y me fui lanzando un portazo. Hasta entonces no había tenido una chica que gozara el sexo porque sí y me sentía consternado. Como Sandra no llamó en los siguientes días me tocó lanzar mi dignidad al inodoro y llamarla. Dentro de mí tenía el deseo de volver a estar en su apartamento, en ella. Pero mi pataleta la molestó de veras y me despidió de su vida.
Al final sentía más herida la verga que el corazón. Podía tolerar que Sandra no me quisiera, ¿pero por qué carajos tenía que dejar de hacerme la vuelta? 

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