lunes, 19 de agosto de 2013

4. (Un martes, quizás, llega el amor). Canción: Un instante de felicidad

 
 
Y entones, un martes, quizás, llega el amor. Amor de verdad, irrebatible. No un simple enamoramiento ni una encamada. Hablo de la sensación de que con ella no hace falta más. Algo que no se puede vivir muy a menudo porque nos destruiría, plum. Haríamos implosión. Por eso dicen que el amor no existe sino los momentos de amor, y bueno, eso tal vez sea cierto. También es cierto que muchas personas pasan sus vidas sin saber qué es eso, y es triste.
Lo cierto del caso es que a Marta la conocí una noche después de un concierto de Bajotierra, gracias a unos amigos mutuos y en fin. Nuevamente quiero saltarme toda la parte romántica y llegar al punto: por primera vez en mi rejodida vida estaba enamorado. Y fue una sensación tan parecida a la felicidad perfecta. Y al mismo tiempo el miedo a perderlo todo. Es algo complicado, en realidad, el amor. Mucho más con ella.
Marta era una paloma de noche, un murciélago de día: una contradicción. A veces resultaba tan dulce como un pudín, y se dejaba llevar, liviana, casi etérea. Pero en el momento en que pisabas el final del camino, en que la palabra amor comenzaba a pedir pista en tu boca, ella se lanzaba con espasmos de bestia en busca de salidas. Así que, aunque la vieras dormitar desnuda en lado izquierdo de tu cama, sabías que no era del todo tuya. Aunque la escucharas recitándote al oído las frases más bellas, una sensación de mentira hacía eco entre las palabras. Lo malo de esto es que ante una personalidad así siempre te sentirás peleando en la contra. Lo malo es que la amas pero no puedes creer del todo en su amor. Lo malo es que sabes de antemano que todo al final será un fracaso: y sí, efectivamente al final es un fracaso.
Vivimos nueve meses juntos. ¿Les parece poco? Para mí fueron los días más trascendentales de mi vida. Con ella descubrí el amor y la soledad verdadera. El miedo, la delicia. Cómo pueden tantas contradicciones hacer parte de la misma historia. Me di cuenta de que antes, los momentos que creía haber tenido de desamor eran simplemente lloriqueos banales. Ahora, sin ella (que se fue otro martes, para más coincidencias) comprendía lo que era la soledad en serio, que es una sensación fulminante. Me entregué a las pastillas, que tomaba siempre antes de ir a Cinema Zombie. Y llegaba a casa a escribir cartas extensísimas cargadas de veneno. El amor es a la poesía, el desamor a la prosa.
Pero nunca volvió y terminé por aceptarlo. Por mucho tiempo creí que haber amado así había sido tan poco para tanto tiempo de soledumbre; luego, con la distancia y algo más de indiferencia, comprendí que amar siempre, siempre vale la pena. Así todo final sea siempre e irremediablemente triste. Leí por ahí: “El amor es la única decepción programada, la única desgracia previsible que deseamos repetir”.

lunes, 12 de agosto de 2013

3. (De qué habla cuando hablo de mí). Canción: El inspector


Lo siento, creo que no me he presentado. A ver, mmmmm, digamos, yo, yo, yo, eh… Vaya, no encuentro mucho que decir de mí, por lo menos que resulte interesante. Soy un tipo como cualquiera. Tengo treinta años. Comienzo a quedarme calvo y a sacar barriga, lo cual es terrible porque ser calvo y barrigón es la peor combinación que puede existir en un hombre. El tiempo, mis amigos, es un animal salvaje. He amado, sí, una o dos veces en mi vida, y no sé qué tanto me hayan amado a mí. Aparte de eso, suelo enamorarme entre 18 y 24 veces por día. Ustedes saben cómo es: vamos en el bus, en la silla maluca (esa en la que uno tiene que levantar los pies), contra la ventanilla siempre, y la vemos: allá, en diagonal, un par de sillas más adelante. Es joven, es hermosa y es roquera, y sentimos un golpe de amor irrefutable. Claro, ella no nos ve, se baja unas cuadras más adelante y sufrimos un despecho de 2,3 segundos. Ocho cuadras más allá nos volvemos a enamorar. Todos los días, irremediablemente.
Bueno, todos sabemos que eso no es amor, pero es como si lo fuera. Por un momento, daríamos la vida por aquella chica que va en el otro vagón del tren.
Qué más les puedo decir. A ver. Diría que, como a Kurt Cobean, casi todo lo que empieza por b me gusta: los b sides de Smashing Pumpkins, Pixies, Radiohead y Nirvana, así como ciertas películas clase b, llenas de zombies y una que otra teta bien parada, escritores de la clase social b: Keruac, Salinger, Miller, Bukowski… Ah, y ciertas chicas b, un poco retorcidas.
Suficiente. Estoy aquí por lo que ya les dije y más bien presento a la banda. Desde Castilla, señores, el tierno y amargado, padre de dos hijas, don Fáber Martínez; en el bajo, un tremendo seudointelectual, desde Abejorral, Antioquia, Camilo Jaramillo; allá, el alto este que de chico parecía Marilyn Manson, Óscar Zuluaga; el más jovencito, corredor de carreras automovilísticas y pésimo imitador de Jimmy Hendrix, Boris Giraldo; el señor micrófono, Andrés Osorio; y el último en llegar, hablador de mil lenguas, Gonzalo Barrera.

 A mí, no sé, a mí llámenme J. Así no más. 

miércoles, 7 de agosto de 2013

2. (Ah, el sexo, el sexo, el sexo). Canción: Pequeña puta.



¿Saben una cosa? Hay algo que siempre me ha parecido de lo más curioso entre hombres y mujeres, y tiene que ver con el sexo. Cuando uno, digámoslo así, utiliza a una mujer (es decir, tienen sexo bestial una y otra vez sin ningún compromiso de relación) es posible que ella salga herida diciendo, precisamente, que las utilizamos, que nos aprovechamos de ella y tapatí y tapatá. En cambio, cuando una mujer utiliza a hombre (no es muy usual, pero a veces se da) siempre pedimos más. “Ya sé que no me amas, nena, y me duele, pero por lo menos no dejes de hacerme la vuelta”. Y es que el sexo nos equilibra, con o sin amor. Claro, el sexo con amor es grandioso, pero sin amor tampoco está mal. Es recreativo como el cine, y hace dormir de puta madre. Como leí por ahí: “El sexo sin amor es una experiencia vacía. Pero como experiencia vacía es una de las mejores”. Como diría Woody Aleen, “Solo existen dos cosas importantes en la vida. La primera es el sexo y la segunda no me acuerdo”. O como escribió otro tipo por ahí: “Si no había de vez en cuando algo de sexo, ¿en qué consistía la vida?”.
Las mujeres no suelen reconocerlo de ese modo, o a lo mejor es cierto que no lo sientan así. De ahí que siempre vayamos por caminos diferentes.
Todo esto me hace recordar a una chica que conocí alguna vez. Se llamaba Sandra y tenía el cabello rojo; rojo de verdad, es decir sin tinturas. Tenía también la piel muy blanca. Siempre la comparé con una especie de cortesana, de esas que se ven en las pinturas del renacimiento o en algunas películas porno europeas.
No voy a entrar a comentar aquí cómo la conocí ni cómo terminamos en la cama: esas partes suelen ser lo más cursi de las historias. Diré simplemente que tenía unas tetas de ensueño, con unos pezones rosados, muy bonitos. Imaginen a las cortesanas de las pinturas y entenderán de lo que hablo. Pero algo más: a Sandra de gustaba de veras el sexo, y vivía sola, y yo era un chico universitario que leía a Henry Miller y no tenía nada que perder. Entonces me la pasaba en su apartamento todo el día y teníamos sexo en el baño y en la sala y en la cocina y en las escaleras y en el pasillo y ah… Nunca supe bien qué sentía ella, pero sí sabía qué sentía yo: encantamiento. Sandra era una chica que andaba por los treinta y pico mientras que yo apenas si superaba los veinte. Y bueno, para mí fue la delicia del descubrimiento, sexo sin vergüenza.
Sólo que poco después me di cuenta de que no gozaba del privilegio de la exclusividad. O sea, que las prácticas que Sandra tenía conmigo también las tenía con otros. Y cometí el error de reprochárselo.

-          Pero mierda, Sandra, entonces yo qué vengo siendo en tu vida.
-          ¿Vos? –me dijo, la muy perra-. Un machucante, un vibrador que habla.

Me hice el digno y me fui lanzando un portazo. Hasta entonces no había tenido una chica que gozara el sexo porque sí y me sentía consternado. Como Sandra no llamó en los siguientes días me tocó lanzar mi dignidad al inodoro y llamarla. Dentro de mí tenía el deseo de volver a estar en su apartamento, en ella. Pero mi pataleta la molestó de veras y me despidió de su vida.
Al final sentía más herida la verga que el corazón. Podía tolerar que Sandra no me quisiera, ¿pero por qué carajos tenía que dejar de hacerme la vuelta? 

domingo, 4 de agosto de 2013

1. (El enamoramiento como adicción). Canción: Betty Boop


Yo nunca tengo suficiente. Cuando una chica me gusta quiero enamorarme de ella, cuando me enamoro quiero besarla, una vez que la he besado quiero acostarme con ella, cuando me he acostado con ella quiero vivir con ella en un apartamento, cuando vivo en un apartamento quiero casarme con ella, cuando me he casado con ella conozco a otra chica que me gusta. Sé que ustedes, chicos, me entienden. El enamoramiento, que no es lo mismo que el amor, es un placer incalculable, y como todo placer puede volver en una adicción, y como toda adicción en un problema. Pero no tenemos remedio. Pasamos de un cuerpo a otro, o por lo menos es lo que quisiéramos que pasara. De alguna forma no es culpa nuestra: ¡es de la biología! No me miren así, chicas, está comprobado. Hay un libro científico que se llama Sexo, drogas, biología y un poco de rock and roll que lo confirma. Y en este libro dice: “Somos, en el fondo, un manojo de emociones primarias que tratamos de domar infructuosamente”. En parte es triste, ¿no? Es como una enfermedad. Desear siempre, desearlas a todas. Ni siquiera hablo de amor, sino de simple contacto. Es una triste condición. Como diría Alejandro Dolina: “Todo, pero todo lo que hacen los hombres está destinado a levantarse a una mina”.

Y para eso, bueno, cada quien tiene sus recursos. Algunos muestran sus plumas de pavo real y otros su barbita de hipster moderno. Yo, que soy lengüilargo, uso la palabra. Alguna vez, a una chica llamada Julieth, le dije: “Usted es muy bella, señorita, pero le falta algo. No voy a decir que soy yo. Pero sí”. Ese piropo no lo inventé yo, sino un amigo mío que se hace llamar Jack Casablanca; obviamente lo dije como si fuera mío. Pero uno que sí me inventé, y que se lo dije a una chica llamada María José, fue este: “No sé, señorita, qué hace todo el día sin mí. Yo la verdad, sin usted, me siento perdiendo el tiempo”. Sobra decir que en ninguno de los dos casos conseguí nada. Como diría Milán Kundera, “La coquetería es una propuesta de sexo sin garantía”. Buscando llegar al sexo oral utilicé la palabra, pero las palabras, casi siempre, son traicioneras como los amigos. De todas formas con ellas o con otras chicas lo seguiré intentando, siempre. Nada que hacer: está en nuestra sangre.