A lo mejor nuestra anatomía como banda no estaba hecha para los
grandes escenarios. Nunca pisamos un Altavoz ni un Rock al Parque, y los
conciertos “grandes” en los que estuvimos no salieron del todo bien. En un
festival de rock de la Comuna Seis nos tocó de primeros (no por sorteo:
arbitrariamente) y apenas si nos escucharon los técnicos de sonido e
iluminación. En un concierto en el Parque de Berrío, luego de Nepentes, cayó un
aguacero drástico que vació el lugar. Tocamos como nunca, eso sí, para un amplio
público de tres pordioseros bajo el agua. Quizás al principio, en los primeros
esbozos del Castilla Festival Rock, la cosa salió bien, pero era en tiempos
donde el festival era un festivalito entre amigos.
En compensación, los espacios pequeños siempre nos cayeron en gracia. Desde
aquellos toques primigenios en La Guardia, los más logrados en Yagé, los ebrios
donde el Mañas y los festivos en los bares de Bello: Mandala y Arcano. También
recuerdo un toque bueno en Copacabana y los conciertos increíbles al final de
la Batalla de Bandas de Nuestro Bar, con el grupo en su mejor momento.
Los bares, con el público a un paso, siempre fueron nuestro espacio
natural.
Pero de todos, quiero recordar un concierto en Mandala, algún día de
un diciembre, con la gente saltando un poco enloquecida; quiero recordar un
concierto en Yagé, con Andrés como vocalista, en el que Juan se sumó para
cantar Tierra y olvido y fue una especie de pelea de gallos que creció la
canción hasta el estremecimiento; quiero recordar un concierto en Arcano en el
que el Mono se subió a leer un poema de Raúl Gómez Jattin; y otro concierto en
Bello, en un bar que no recuerdo, donde Óscar recién enamorado de una chica
nueva me decía mientras tocaba que se sentía muy feliz.
Esos cuatro, o cinco, que no es mucho, y lo son todo, quiero recordar.
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