Óscar era parecido a Marilyn Manson, y como el cantante de Ohio era de
lo más popular al comenzar la década del 2000, a Óscar, de rebote, le iba bien
con las chicas. Le ayudaba su aspecto desaliñado, y a lo mejor ese aire grunge
que le daba el fumar marihuana todos los días.
Me parece verlo: bluyines
rotos, cabello hasta la espalda, el bajo negro colgado hasta la rodilla
a la usanza de los músicos de punk.
Tenía casetes por montones, muy a la onda de nuestra generación:
marcados con lapiceros y con los logos de las bandas dibujados. (En nuestros
años, dibujar en las cajas de los casetes era un arte de alto valor). Fuera de
eso sabía tocar cada canción de Kurt Cobain, rasgando la voz hasta llegar a la
disfonía.
Era un chico de los noventa.
En algún punto de esta última década se le cayó el pelo y tomó en
serio su trabajo. Se volvió fiel, aplomado, mejor músico. Maduró, si se puede. (A
todos, de hecho, nos embistió el mismo animal). Abandonó la marihuana.
Se volvió otro: mejor, peor, para nada el mismo.
Por eso fue un logro tremendo hacerlo fumar de nuevo el sábado santo
en la finca. Porque Óscar, que competía con Bob Marley, había dejado atrás la
hierba incluso antes de botar los casetes. Y escuchamos música y nos reímos y
no paso nada. (No tenía que pasar). Lo inusual es que por primera vez en diez
años la banda estaba fumando junta. Seguro ustedes no entienden el
acontecimiento: nosotros, que a lo sumo compartimos el Bon Yurt, estábamos de
lo más tripping como los viejos amigos que somos. Nosotros, que podríamos
liderar una campaña antidroga sin atisbos de culpa, envueltos en la felicidad
del humo. Tranquilos, hablando de nada y de todo, viendo avanzar la noche negra:
soñando nuevas canciones.
Nada más: una historia cualquiera.
Excepto porque ahora, que me despido de la banda, recuerdo esto: que fue
nuestro último momento juntos, y que la pasamos bien.
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