miércoles, 13 de septiembre de 2017

La felicidad del humo


Óscar era parecido a Marilyn Manson, y como el cantante de Ohio era de lo más popular al comenzar la década del 2000, a Óscar, de rebote, le iba bien con las chicas. Le ayudaba su aspecto desaliñado, y a lo mejor ese aire grunge que le daba el fumar marihuana todos los días.
Me parece verlo: bluyines  rotos, cabello hasta la espalda, el bajo negro colgado hasta la rodilla a la usanza de los músicos de punk.          
Tenía casetes por montones, muy a la onda de nuestra generación: marcados con lapiceros y con los logos de las bandas dibujados. (En nuestros años, dibujar en las cajas de los casetes era un arte de alto valor). Fuera de eso sabía tocar cada canción de Kurt Cobain, rasgando la voz hasta llegar a la disfonía.
Era un chico de los noventa.
En algún punto de esta última década se le cayó el pelo y tomó en serio su trabajo. Se volvió fiel, aplomado, mejor músico. Maduró, si se puede. (A todos, de hecho, nos embistió el mismo animal). Abandonó la marihuana.
Se volvió otro: mejor, peor, para nada el mismo.  
Por eso fue un logro tremendo hacerlo fumar de nuevo el sábado santo en la finca. Porque Óscar, que competía con Bob Marley, había dejado atrás la hierba incluso antes de botar los casetes. Y escuchamos música y nos reímos y no paso nada. (No tenía que pasar). Lo inusual es que por primera vez en diez años la banda estaba fumando junta. Seguro ustedes no entienden el acontecimiento: nosotros, que a lo sumo compartimos el Bon Yurt, estábamos de lo más tripping como los viejos amigos que somos. Nosotros, que podríamos liderar una campaña antidroga sin atisbos de culpa, envueltos en la felicidad del humo. Tranquilos, hablando de nada y de todo, viendo avanzar la noche negra: soñando nuevas canciones.
Nada más: una historia cualquiera.
Excepto porque ahora, que me despido de la banda, recuerdo esto: que fue nuestro último momento juntos, y que la pasamos bien.

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