Las discusiones alrededor del
tema de los derechos de autor han tratado de regular este asunto, y aun así los
límites son difusos. Entre la idea original, la letra, la musicalización, la interpretación,
el aporte colectivo, el homenaje, la cita, la paráfrasis, el loop, los
arreglos, la influencia, la producción musical, en fin, una canción puede tener
tantas fichas que a veces reconocer el autor absoluto es complicado. ¿De quién
son nuestras canciones?, le pregunto a Fáber por el chat, y me habla de la
ironía de que a pesar del aporte de todos, en nuestro caso se reconozca la
autoría solo a quien lleve la maqueta al ensayo.
No ha sido motivo de peleas
jamás, a lo mejor porque nunca ha habido plata de por medio. Y creo que ese es
el punto: el vil metal, que lo ensucia todo, genera distancias donde antes
había acuerdos. Sin billete en juego, la creación colectiva es el reino de la
cheveridad. Como en una fiesta swinger, damos lo nuestro y tomamos lo tuyo. Pero
en el momento en que la caja registradora suena, queremos que nuestro aporte
sume pesos, el ego se infla, la vanidad nos corroe.
Eso no responde a la pregunta
inicial, de todas formas. ¿De quién son las canciones? ¿Puedo decir que Tierra y olvido es mía cuando la letra
es una adaptación de un poema, cuando el coro lo puso Juan, cuando el riff que
la hace característica es de Óscar? ¿Puede decir Juan que Mundo de fuego es suya cuando Óscar aportó la música y los demás la
interpretación? Betty Boop era un piropo que yo cantaba –¡piropo que por demás
no es mío!–; Fáber se aburría del mismo círculo musical y me obligó –a buena hora–
a cambiar la tonalidad después del coro; Leonardo hizo los arreglos de viento,
y en fin.
Óscar es quizás el más
estructurado: lleva la propuesta de punta a punta, y las variaciones son en
realidad mínimas. Yo soy todo lo contrario. Rara vez se me ocurre una
estructura completa. Si mucho, llevo una idea, un verso inicial sobre el cual
trabajar, una base, y es en el aporte de todos en que se vuelve canción. Y
también están las composiciones que nacen de cero –momentos de veras divertidos–:
llegar al ensayo sin ideas preconcebidas, improvisar y ver qué pasa. Y a veces
pasa. Noche, Espejismo, nacieron así.
¿De quién son las canciones? La rebelión en la granja (que entre
otras cosas es la adaptación tropical de la novela de Orwell) era
La-Canción-Menos-Importante-Entre-Las-Canciones-Menos-Importantes que teníamos.
Hasta que llegó Un-Grupo-Muy-Importante-De-Punk a decirnos que le iba a hacer
una versión. Como el Grupo-Muy-Importante-De-Punk era enormemente más famoso
que nosotros (de hecho, cualquiera es más famoso que nosotros) ahí sí la
La-Canción-Menos-Importante-Nos-Importó-Mucho porque la gente la iba a
reconocer como una composición de ellos y no nuestra. Ah, vanidad de vanidades.
Y volvemos al punto inicial. ¿De
quién son las canciones? Toda esta
discusión nació a partir de una columna de Joselo en Excelsior sobre el caso de Mike Joyce, baterista de The Smiths (http://www.excelsior.com.mx/opinion/joselo/2016/07/15/1105074).
Un asunto –el de las autorías–, que en la literatura se ha discutido más y
mejor (ver, para ejemplos cercanos: http://blogs.eltiempo.com/los-impresentables/2016/07/11/david-betancourt-o-el-arte-de-copiar/)
y que entre tantas versiones y verdades termina por reinar lo inconcluso. Parecía
un tema lejano cuando comenzamos a discutirlo ayer, pero ya vimos que no tanto.
Y como una serpiente que se come la cola, dimos la vuelta mientras la pregunta
sigue ahí.
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