Existen productores que explican
cómo crear un hit wonder, teorías sobre armonía, melodía y ritmo, incluso
estudios estadísticos sobre qué tiene que tener una canción para que pegue.
Pero no existe –no puede existir– algo que explique cómo componer con cojones. Y
si existe, es tan fácil –tan complejo– como decir: pon toda tu mierda ahí, sé
sincero. De alguna forma no siempre fácil de explicar, uno sabe cuándo una
canción tiene grito; cuándo quien la creó puso sus vísceras en juego y apostó
el mundo por un verso. ¿Me hago entender? Piensen en La despedida, de Páez; en I
Want You (She's So Heavy), de Lennon; en La Chacona de Bach. No tiene que ser una canción de amor –puede ser incluso un estudio instrumental– y
sin embargo debe ser tan jodidamente avasallante que no quepa dudas. ¿De qué?
De eso: de que hay algo real ahí: el viaje al centro de tu propia noche. Hablo
de Robi en el Vagabundo, de Amy en su Back to Black, de Brahms en su réquiem
alemán. Hablo Kurt Cobain cantando All Apologies o de Juancho Polo Valencia que
sobre la tumba de su mujer compuso, lleno de rencor al cielo, como Dios en la tierra no tiene amigos /como no tiene amigos que lo
quieran, / tanto le pido y le pido ¡ay hombe! / se llevó a mi compañera. A
eso me refiero, cojones. A meterle ganas, tripas, corazón. Por eso cuando
Fernando me preguntó qué venía –después de un guitarrista que se salió, de un
baterista tambaleante, de unas canciones que ya nos aburren– solo se me ocurrió
decirle: “No sé, mi hermano, no me importa. Tan solo quiero que lo venga tenga
cojones”.
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