Verán, quizás el problema más grande con la soledad es que te vuelve vulnerable, gelatinoso: todo te atraviesa. Al poco tiempo estarás deseando amar, y cualquier insinuación femenina, una frase bonita, podrán hacerte arrastrar sin vergüenza. Fracasarás muchas veces, seguro. La soledad es apestosa, y nadie quiere alguien que apeste. Entonces comienzas a buscar desesperado –caes en la absurda humillación de llamar a la exnovias– pero nada funcionará como quieres. No habrá sexo, no habrán besos, nada. Recuérdalo: apestas. Empiezas a odiar el mundo y a necesitarlo al mismo tiempo. Si al menos una chica se te acercara. La masturbación o los prostíbulos son consuelos tibios. Bajas incluso tus niveles de selección. Ya no tiene que ser bonita siquiera, ¡basta con que sea mujer! Y en un estado así, como les digo, eres vulnerable: candidato perfecto para ser marraneado, es decir manipulable, juguetico.
Después de Marta yo quedé en un estado así. Hay novias que lo salan a uno, o sea que después de ellas es como si cayera sobre ti un maleficio que te aleja de las mujeres. Podrás salir con algunas, pero nada funcionará. Y en medio de una situación así, ¿qué hacía yo? Claro, leía por montones, caminaba, escribía. Eras más inteligente, pero me estaba aburriendo a mares y deseaba tener sexo todo el tiempo. Iba a la universidad y veía en cada chica a la mujer de mis sueños. Me la pasaba con una erección. Y en medio de esas apareció Liliana.
Liliana era gordita (y nada más erótico que una mujer gordita). Tenía los labios gruesos y el cabello hasta la cintura; ah, y unas hermosas tetas de lactante: redondas, abundantes (y perdónenme la rima). Era una de esas chicas con las que hay que andarse con cuidado, que tienen un montón de secretos, que cuando menos piensas estallan en un llanto sin razón o en una risa neurótica. Pero yo no estaba en condiciones de elegir y me perdí en ella sin dudarlo.
Cómo abusó de mí, la muy maldita, y no precisamente en la cama. Es cierto que nos acostamos algunas veces, y fue genial. Pero yo para Liliana era, cómo decirlo, una suerte de mandadero. Hacía sus trabajos universitarios, la llevaba y la recogía, le prestaba plata. Estaba claro que yo a ella le interesaba muy poco, mientras que yo cada vez la necesitaba más. Pero aparte de eso Liliana era alcohólica y bebía sin mí –y con sus amigos– cada que le daba la gana. Todo en mi cabeza se estaba volviendo un caos.
Cuando amanecía envalentonado le decía que no, que ya no más. Lo decía con pesar, porque ella de veras me gustaba, pero estaba claro que Liliana jugaba conmigo. Cuando me escuchaba en mis reproches, se reía y me daba un beso. Tomaba mi mano y la ponía en su entrepierna. Y a mí se me olvidaba lo que debía decirle, no podía pensar en más.
Más o menos cinco meses en esta situación. Vaya si sufrí. Ag, las mujeres con las que nos hace salir la soledad. Hasta que un día la vi con un tipo grandote y vacío, tal cual para ella. Así, sin más. Ni siquiera tenía ánimos de hacerle reclamos. ¿Qué me había prometido ella, acaso? Nada. Tan solo sentía en mi frente un letrero gigante que decía: “Marrano”.
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