“¡Oh soledad! ¡Soledad, patria
mía!”, solía cantar Nietzsche. Sin Liliana, sin Marta, sin nada, decidí darme
unas vacaciones e irme al pueblo en el que pasé mi infancia. Craso error. De
repente, allí, era como si nada fuera mío. En la ciudad por lo menos mantenía
ciertas costumbres y lugares comunes; en el pueblo, tantos años después, ya no
quedaban sino recuerdos borrosos de una época mejor. Y lo peor es que todos
habían cambiado ya. Los que alguna vez fueron mis amigos eran ahora una máscara
atroz tratando de comportarse de una forma adulta. Con hipotecas, niños llorones,
esposas de lo más correctas. Podría jurar que en la cama no pasaban de la posición
del misionero. ¿Y yo qué era allí entonces? Alguien que trataba de recordar, de
no desprenderse del todo a la alegría. Solo que no había con quien buscarla o
compartirla. Crecer no es un acto biológico en el que las venas endurecen y se
cae el pelo: es el olvido sistemático de los niños que fuimos. No sabía qué
estaba haciendo allí.
Mucho menos después de mi
encuentro con Isabel. Les diré: Isabel era la chica más bella del tercer grado,
mi primer amor de niño. Y aquí sí quiero ponerme cursi: salíamos a jugar en las
tardes bajo los árboles de mango. Y aquí sí quiero ponerme erótico: nos
desnudábamos en el sótano de mi casa solo para ver el sexo carente de vellos
del otro. No hacíamos el amor, no sabíamos qué era eso, pero nos gustaba vernos
y acaso tocarnos. Sin malicia, sin erecciones ni lubricaciones: simple
descubrimiento. Solo una vez nos dimos un beso, ahí en el sótano, de pie, con
los pantalones abajo. Fue el primer y único beso entre los dos, el primer beso
en mi vida. Y espero que de disculpen si esto parece una niñería, pero qué
bonitas son ciertas niñerías.
Y, bueno, allí en el pueblo la
volví a ver. Ojos de miel, hoyuelos en los cachetes cuando se reía. La vi pasar
por el atrio llevando un coche de bebé. Claro, habían pasado veinte años. Pero
a veces el olvido no es olvido sino memoria enmascarada, y por alguna razón
volví a sentir cierto arrebatamiento que venía de lo más remoto. Isabel, Isabel,
Isabel.
No me atreví a acercármele de
inmediato; primero quise averiguar con otros algo de su vida. La información
que me dieron no era muy alentadora: a pesar de su edad ya tenía cinco hijos y
estaba casada con el alcalde del pueblo, un viejo regordete y posesivo. Me
advirtieron que no podía acercármele, que es la peor advertencia que pueden
hacerle a uno porque al mismo tiempo genera un deseo urgente por
acercársele.
De veras traté de ser cauteloso.
Sabía dónde vivía, comencé a conocer sus rutinas, las horas en que salía, el
momento en que llegaba su marido. Supongo que tenía la literaria esperanza de
que cuando me viera algo se encendería entre los dos.
Hasta que otra tarde en que
nadie la acompañaba me le acerqué. Bueno, lo de que nadie la acompañaba era
inexacto: tenía un bebé en cada brazo. De todas formas para mí seguía siendo
bella. Hola, Isabel, ¿me reconoces?, blablabla, y me miró de una forma tan
impersonal, casi como si yo fuera transparente. Al rato me reconoció, aunque
sin mayor entusiasmo.
¿Te acuerdas, Isabel, te
acuerdas? Apelé a los recuerdos, desde luego, que era lo único que había entre
los dos. Ella apenas si sonrió. Le pregunté por su vida, sus hijos, su
cotidianidad, y cada respuesta tenía un tono tan campirano, tan ordinario. Hay
mujeres que no deberían abrir la boca. Hay hombres que nunca deberíamos
preguntar.
Fue
triste: un golpe del tiempo que me volteó la quijada. Les aseguro una cosa:
hubiera preferido quedarme con el recuerdo dulce que haberla vista de nuevo, veinte
años después, convertida en la mujer del alcalde.
http://www.youtube.com/watch?v=4npJufT4MZ0
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