Y entones, un martes, quizás,
llega el amor. Amor de verdad, irrebatible. No un simple enamoramiento ni una
encamada. Hablo de la sensación de que con ella no hace falta más. Algo que no
se puede vivir muy a menudo porque nos destruiría, plum. Haríamos implosión.
Por eso dicen que el amor no existe sino los momentos de amor, y bueno, eso tal
vez sea cierto. También es cierto que muchas personas pasan sus vidas sin saber
qué es eso, y es triste.
Lo cierto del caso es que a
Marta la conocí una noche después de un concierto de Bajotierra, gracias a unos
amigos mutuos y en fin. Nuevamente quiero saltarme toda la parte romántica y
llegar al punto: por primera vez en mi rejodida vida estaba enamorado. Y fue
una sensación tan parecida a la felicidad perfecta. Y al mismo tiempo el miedo
a perderlo todo. Es algo complicado, en realidad, el amor. Mucho más con ella.
Marta era una paloma de noche,
un murciélago de día: una contradicción. A veces resultaba tan dulce como un
pudín, y se dejaba llevar, liviana, casi etérea. Pero en el momento en que
pisabas el final del camino, en que la palabra amor comenzaba a pedir pista en
tu boca, ella se lanzaba con espasmos de bestia en busca de salidas. Así que,
aunque la vieras dormitar desnuda en lado izquierdo de tu cama, sabías que no
era del todo tuya. Aunque la escucharas recitándote al oído las frases más
bellas, una sensación de mentira hacía eco entre las palabras. Lo malo de esto es
que ante una personalidad así siempre te sentirás peleando en la contra. Lo
malo es que la amas pero no puedes creer del todo en su amor. Lo malo es que
sabes de antemano que todo al final será un fracaso: y sí, efectivamente al
final es un fracaso.
Vivimos nueve meses juntos. ¿Les
parece poco? Para mí fueron los días más trascendentales de mi vida. Con ella
descubrí el amor y la soledad verdadera. El miedo, la delicia. Cómo pueden
tantas contradicciones hacer parte de la misma historia. Me di cuenta de que
antes, los momentos que creía haber tenido de desamor eran simplemente
lloriqueos banales. Ahora, sin ella (que se fue otro martes, para más coincidencias)
comprendía lo que era la soledad en serio, que es una sensación fulminante. Me
entregué a las pastillas, que tomaba siempre antes de ir a Cinema Zombie. Y
llegaba a casa a escribir cartas extensísimas cargadas de veneno. El amor es a
la poesía, el desamor a la prosa.
Pero nunca volvió y terminé por
aceptarlo. Por mucho tiempo creí que haber amado así había sido tan poco para
tanto tiempo de soledumbre; luego, con la distancia y algo más de indiferencia,
comprendí que amar siempre, siempre vale la pena. Así todo final sea siempre e
irremediablemente triste. Leí por ahí: “El amor es la única decepción
programada, la única desgracia previsible que deseamos repetir”.
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