viernes, 25 de octubre de 2013

8. (No sé para qué volviste). Canción: Para no volver

 

Al final volví a la ciudad y seguí con mi soledad: pesada, enferma, ruidosa. Pero luego de un año y tantas decepciones comencé a convivir con ella. Qué más podía hacer. A la soledad no se le puede aceptar con gusto, pero sí con cierta tolerancia. Al fin y al cabo para ciertas cosas es muy sabia. Entonces, un martes sin duda, Marta llamó por teléfono y me dijo que quería hablar conmigo. Es extraño: tenía cierto tono de arrepentimiento en su voz.
Nos vimos en El Guanábano. Ella tenía el pelo pintado de azul. Por alguna razón me molestó verla más bella. Es que, en el fondo, aquella situación me incomodaba. Desde luego que necesitaba a una mujer. Desde luego que estaba aburrido del Redtube, las series gringas y el playstation, pero por qué tenía que ser ella, ella que podía golpearme donde más me dolía.
La gente pretende que para todo nos comportemos civilizadamente; que amemos y rompamos civilizadamente, que podamos reencontrarnos civilizadamente. Pero con el jodido amor de tu vida eso no es tan fácil. Porque el amor rompe todos los cánones de civilidad. El amor es una locura que espanta el tedio, es el silencio del dolor.
Yo la deseaba, eso ténganlo por seguro. Podía lamer su espalda por horas. Solo que… solo que… duele. Duele saber que ella podía salir de mí con si nada, pero yo no. Y en casos así opté por la razón. Suena extraño que lo diga, pero ante la posibilidad de morder el polvo como ya lo había hecho preferí dar la espalda y seguir de la mano con mi vieja compañera, la soledad. Vivir es decidir, créanlo.

jueves, 17 de octubre de 2013

7. (No está bien mirar atrás). Canción: Isabel



“¡Oh soledad! ¡Soledad, patria mía!”, solía cantar Nietzsche. Sin Liliana, sin Marta, sin nada, decidí darme unas vacaciones e irme al pueblo en el que pasé mi infancia. Craso error. De repente, allí, era como si nada fuera mío. En la ciudad por lo menos mantenía ciertas costumbres y lugares comunes; en el pueblo, tantos años después, ya no quedaban sino recuerdos borrosos de una época mejor. Y lo peor es que todos habían cambiado ya. Los que alguna vez fueron mis amigos eran ahora una máscara atroz tratando de comportarse de una forma adulta. Con hipotecas, niños llorones, esposas de lo más correctas. Podría jurar que en la cama no pasaban de la posición del misionero. ¿Y yo qué era allí entonces? Alguien que trataba de recordar, de no desprenderse del todo a la alegría. Solo que no había con quien buscarla o compartirla. Crecer no es un acto biológico en el que las venas endurecen y se cae el pelo: es el olvido sistemático de los niños que fuimos. No sabía qué estaba haciendo allí.
Mucho menos después de mi encuentro con Isabel. Les diré: Isabel era la chica más bella del tercer grado, mi primer amor de niño. Y aquí sí quiero ponerme cursi: salíamos a jugar en las tardes bajo los árboles de mango. Y aquí sí quiero ponerme erótico: nos desnudábamos en el sótano de mi casa solo para ver el sexo carente de vellos del otro. No hacíamos el amor, no sabíamos qué era eso, pero nos gustaba vernos y acaso tocarnos. Sin malicia, sin erecciones ni lubricaciones: simple descubrimiento. Solo una vez nos dimos un beso, ahí en el sótano, de pie, con los pantalones abajo. Fue el primer y único beso entre los dos, el primer beso en mi vida. Y espero que de disculpen si esto parece una niñería, pero qué bonitas son ciertas niñerías.
Y, bueno, allí en el pueblo la volví a ver. Ojos de miel, hoyuelos en los cachetes cuando se reía. La vi pasar por el atrio llevando un coche de bebé. Claro, habían pasado veinte años. Pero a veces el olvido no es olvido sino memoria enmascarada, y por alguna razón volví a sentir cierto arrebatamiento que venía de lo más remoto. Isabel, Isabel, Isabel.
No me atreví a acercármele de inmediato; primero quise averiguar con otros algo de su vida. La información que me dieron no era muy alentadora: a pesar de su edad ya tenía cinco hijos y estaba casada con el alcalde del pueblo, un viejo regordete y posesivo. Me advirtieron que no podía acercármele, que es la peor advertencia que pueden hacerle a uno porque al mismo tiempo genera un deseo urgente por acercársele.
De veras traté de ser cauteloso. Sabía dónde vivía, comencé a conocer sus rutinas, las horas en que salía, el momento en que llegaba su marido. Supongo que tenía la literaria esperanza de que cuando me viera algo se encendería entre los dos.
Hasta que otra tarde en que nadie la acompañaba me le acerqué. Bueno, lo de que nadie la acompañaba era inexacto: tenía un bebé en cada brazo. De todas formas para mí seguía siendo bella. Hola, Isabel, ¿me reconoces?, blablabla, y me miró de una forma tan impersonal, casi como si yo fuera transparente. Al rato me reconoció, aunque sin mayor entusiasmo. 
¿Te acuerdas, Isabel, te acuerdas? Apelé a los recuerdos, desde luego, que era lo único que había entre los dos. Ella apenas si sonrió. Le pregunté por su vida, sus hijos, su cotidianidad, y cada respuesta tenía un tono tan campirano, tan ordinario. Hay mujeres que no deberían abrir la boca. Hay hombres que nunca deberíamos preguntar.
Fue triste: un golpe del tiempo que me volteó la quijada. Les aseguro una cosa: hubiera preferido quedarme con el recuerdo dulce que haberla vista de nuevo, veinte años después, convertida en la mujer del alcalde.

http://www.youtube.com/watch?v=4npJufT4MZ0