En el fondo, todo el cuento este
del rocanrol comenzó para mí con dos hechos triviales. El primero debió ser en
1992, cuando yo tenía diez años y los Guns N' Roses venían por primera vez a
Colombia. En Abejorral, esta noticia pasó sin aspavientos porque la gran
mayoría escuchaba guascas o música romántica, y acaso algunos mayores todavía
ensoñaban con Garzón y Collazos. Pero para alguien (algún muchachito díscolo,
de esos que salvan la juventud en los pueblos) la noticia del concierto era de
veras significativa; tanto que había escrito en una pared precisamente eso: “¡Vienen
los Guns N' Roses!”. Con la letra temblorosa de lo prohibido, en aerosol naranja
chillón, tan visible e inevitable que era imposible no darse cuenta.
Yo no sabía quiénes eran los
Gunners. A lo sumo escuchaba la música de mi hermana, obsesionada entonces con
Jon Secada y la estrella naciente del pop español, Alejandro Sanz. Pero aquello
en esa pared me provocaba algo; algo que revolvía el miedo y la tentación. Yo
sabía que lo que había hecho ese chico desconocido era ilegal y mal visto. Y al
mismo tiempo sentía (sin confesárselo a nadie) que eso me gustaba y que era
mucho mejor que la música sonsa de mi hermana. Porque entendía que los Guns N'
Roses eran un grupo musical, quizás de aquello que mis tías llamaban música
satánica, y que por algún enredo del destino ese sería el ritmo que me
acompañaría siempre.
El segundo hecho ocurrió un par
de años después, cuando ya estaba en el bachillerato. Como en mayo, en el
colegio realizaban una semana cultural con presentaciones de los estudiantes.
El cierre del evento estaba a cargo de los estudiantes de décimo, que habían
preparado una fonomímica. Las fonomímicas eran la salida más fácil entre las
salidas fáciles de todos los actos culturales en el bachillerato, en Abejorral
y en cualquier parte. Pero esta fue diferente. Primero porque habían tapado con
cartones las ventanas del auditorio, dándole un aire de penumbra que nunca
había tenido. Segundo porque lo que vimos fue en verdad majestuoso. Al menos
para mi mente de doce años que solo había ido a un concierto en su vida, y era
de Fausto queriendo correr por su cuerpo como agua caliente.
Al grano. Aquellos chicos habían
preparado una presentación de los Guns N' Roses (¡sí, los jodidos Guns N' Roses!)
con las caras pintadas (no me pregunten por qué) y guitarras eléctricas hechas
con cartón y madera. Pero había más: al fondo, en un telón de unos cuatro
metros, habían pintado la calavera sonriente cruzada pistolas de los Gunners, en
un realismo impactante (sigo pensando con mi mente de doce años) y lo mejor:
acompañando todo con juegos de pólvora (¡juegos de pólvora, joputa!) y el
sonido brutal de Welcome to the jungle.
Aquello fue extraordinario. Todo
el liceo Manuel Canuto Restrepo estalló en una histeria adolescente aunque casi
nadie supiera de los Guns ni del rocanrol. Pero la pólvora (joputa, la
pólvora), con esas luces amenazando quemar el establecimiento, esos muchachos con
pelucas y taches, aquella calavera pintada y esa canción poderosa nos llevó a un
paroxismo de gritos y pogo instantáneos. Algo natural que nos salió de los cojones. Todo eso a lo que los profesores siempre le han
tenido miedo, en Abejorral y en cualquier parte. Tanto así que al vernos enloquecidos desconectaron los
amplificadores a la mitad de la canción. Solo que el daño ya estaba hecho.
Habíamos visto esa parodia malvada, satánica (¡satánica!) por dos minutos
increíbles; habíamos sentido en el pecho la vibración del bajo y las
distorsiones. Puede que ahora, cuando los vuelvo a poner en su sitio (cuatro
muchachos de décimo disfrazados
de roqueros) me dé risa y hasta pena. Pero entonces fue la representación de lo
salvaje. Algo que solo se podría comparar con lo que sentí un año después cuando cayó a mis manos Rodrigo D y el Nevermind. Algún compañero a mi lado,
extasiado, me preguntó qué música era esa. “Rock and roll, beibi”, le dije, sobradito, simulando
alguna película extranjera.
Esa tarde fui a la única chacita
que vendía música en Abejorral. Casetes piratas, en realidad, a dos mil pesos,
y le pedí a la señora que me vendiera cualquiera de rock; no me importaba cuál.
Creo que solo tenía uno de Ekhimosis, que para mi fortuna era el Niño Gigante. “Le
puedo traer más, si me los deja pagos”, me dijo la señora. Y ahí comenzó en
serio el cuento este del rocanrol.
Solo que esa es otra historia. Una historia que les contaré luego.