jueves, 20 de agosto de 2009

El maravilloso mundo de las cabezas parlantes

Ahí están, mírelos: son parlantes, delirantes, promiscuos musicales. Véanlos no más: Camilo Suárez al frente con un pañuelo rojo anudado al cuello mientras canta niño lobo. Un paso atrás, el señor Pedro Villa, cuarentón experimentado, ejecutante del bajo. Y a su derecha, el gordiflón de la guitarra, ingeniero de melodías. Ya no tienen quince años, ya sobrepasaron los treinta, y eso está mejor. No son una banda de rock y sí lo son al mismo tiempo. No parecerán poetas, pero lanzan versos que perdurarán en la memoria colectiva de los bares en los que me gusta hacerme viejo. Son parlantes, vociferantes, algo gitanos. Sacaron hace años un disco que no se olvida fácilmente. Y hace poco, lengua negra: más cargado de percusiones, mucho más oscuro. No todo lo que dicen sabe uno por qué lo dicen, pero da la sensación de que debe estar ahí. Parlantes canta y uno escucha, y encuentra cada vez sonoridades nuevas. No hay por estas tierras quién se les parezca, porque son de por aquí y no son de ninguna parte. Son de la música, del universo al que los acordes los llevan. Son de la salsa y del rock y del tango y de la cumbia y de esos otros sonidos inclasificables. Son parlantes, siempre parlantes, y que sigan parloteando entonces; que siga Fredy Henao al acordeón y Alfonso Posada en la batería; que David Robledo no deje de golpear las congas y que el Señor Oreja continúe atento en la consola… Y que Camilo, con su pañuelito rojo, no haya de callar. Impertinente, como gotita de agua cayendo sobre el tablado, que siga diciendo cosas, cualquier tipo de cosas, lo que le salga del esternón, que cuando Parlantes canta siempre habrá alguien con los oídos despiertos.

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