Por eso Felipe, que toca la batería y tiene una banda llamada Tierra, y que ha vivido en Castilla desde que comenzó a gatear, se puso a tocar puertas y a pedir patrocinios para su festival. No sabía, cuando comenzó, que la lucha sería tan dura. Meterle plata a un evento de rock no es algo de primer orden en ninguna institución.
Tardó más de un año, de aquí para allá, prácticamente solo. Mire, señor gerente, soy músico y queremos hacer un festival de rock. ¿Un qué? Un festival. ¿Con los Cantores de Chipuco? No, señor gerente, con bandas de rock. ¿De rock? ¿Esa música metálica? Hombre, es para apoyar el talento de nuestro barrio. ¿Talento? ¡En ese barrio de traquetos! Que no, señor gerente, que no todos son traquetos; míreme a mí: solo soy un baterista buscando hacer un festival.
Al final, hasta los mismos músicos terminamos de alguna forma metiendo plata. Pero el festival se hizo. O mejor dicho: Felipe lo hizo posible.
No se trataba de competir con Altavoz o de montar un Rock al Parque en miniatura. Se trataba de conocernos y que la ciudad nos conociera. En esa medida fue un festival muy humano, sin grandes montajes ni luces incandescentes. Pero cercano, con el músico ahí y el público a un paso.
Felipe estaba contento. Lo había logrado. Y es tan quijotesco este hombre –y cuán admirables son los luchadores de causas puras- que ya planea la segunda versión para este año.