Se nota cuando la banda la está pasando bien allá arriba, en el escenario. Se nota, incluso, en la calidad de las canciones, en el alma del show. Se nota, como se notó en el concierto que hace poco ofreció Burkina en el teatro Camilo Torres. Los chicos se sentían tan bien tocando juntos que hubo espacio para las improvisaciones, los chistes y los descaches. Porque los buenos conciertos no son redondos como un anillo: tienen sus aristas, salidas de tono, frases fuera de guión. Y eso es precisamente lo que los hace más sinceros, más humanos.
Un buen concierto no es aquel de interpretaciones perfectas y sonido impecable. Las interpretaciones y el sonido son indispensables, desde luego, pero un buen concierto, más que esto, es el que logra crear un momento de verdad entre la banda y el público. Una pequeña burbuja de tiempo donde la música y las ideas cobijan a todos.
Por eso me gustan tanto los bares, porque se prestan para ello. Pero un momento de verdad puede ocurrir en cualquier sitio. Incluso en los conciertos que no son, teóricamente, conciertos, como cuando cuatro vagabundos se reúnen alrededor de cánticos improvisados en el parque de Bolívar y no existe más tiempo que ese que están viviendo.
Solo que los conciertos así son escasos. Tan escasos que cuando se viven ni el público ni la banda podrán olvidarlos con facilidad. Seguirán hablando de ellos por años, ganándose un espacio en el baúl de los buenos recuerdos.
El concierto de Burkina –entre ska, swing, sonidos colombianos y teatro a reventar- fue un momento de verdad.
Un buen concierto no es aquel de interpretaciones perfectas y sonido impecable. Las interpretaciones y el sonido son indispensables, desde luego, pero un buen concierto, más que esto, es el que logra crear un momento de verdad entre la banda y el público. Una pequeña burbuja de tiempo donde la música y las ideas cobijan a todos.
Por eso me gustan tanto los bares, porque se prestan para ello. Pero un momento de verdad puede ocurrir en cualquier sitio. Incluso en los conciertos que no son, teóricamente, conciertos, como cuando cuatro vagabundos se reúnen alrededor de cánticos improvisados en el parque de Bolívar y no existe más tiempo que ese que están viviendo.
Solo que los conciertos así son escasos. Tan escasos que cuando se viven ni el público ni la banda podrán olvidarlos con facilidad. Seguirán hablando de ellos por años, ganándose un espacio en el baúl de los buenos recuerdos.
El concierto de Burkina –entre ska, swing, sonidos colombianos y teatro a reventar- fue un momento de verdad.
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