Recuerdo bien aquellos discos. Grandes, tentadores. Mi primo Leonardo, que había tenido una tienda de música en Apartadó, guardó muchos de ellos. Y ahí estaban, en su casa, en una repisa café entre libros y artesanías. Tenía mucho de Led Zeppelin y de Queen. Algo de los Beatles y de los Rolling. Y mucho, mucho de metal.
Recuerdo bien aquellas carátulas. La del cisne blanco de A nigt at the opera y la del prisma de Dark side of the moon. Pero la más bella de todas, la más colorida, la más particular, era la del Sargent Peppers, con ese montón de personajes alineados y los Beatles, ya hechos unos hippies, en el centro de todo.
No había tocadiscos en aquella casa, paradójicamente. Pero sin haber escuchado Bohemian rhapsody o I cat get no satisfaction a mí, a mis siete años, ya me gustaba el rock and roll. Me gustaba por lo que veía: esas portadas grandes en cartón, los dibujos sicodélicos de los discos de Jimi Hendrix, el olor industrial del acetato.
Recuerdo bien aquellas carátulas. La del cisne blanco de A nigt at the opera y la del prisma de Dark side of the moon. Pero la más bella de todas, la más colorida, la más particular, era la del Sargent Peppers, con ese montón de personajes alineados y los Beatles, ya hechos unos hippies, en el centro de todo.
No había tocadiscos en aquella casa, paradójicamente. Pero sin haber escuchado Bohemian rhapsody o I cat get no satisfaction a mí, a mis siete años, ya me gustaba el rock and roll. Me gustaba por lo que veía: esas portadas grandes en cartón, los dibujos sicodélicos de los discos de Jimi Hendrix, el olor industrial del acetato.
Sin embargo, algunas de aquellas carátulas daban miedo, sobre todo esas que mostraban el infierno o las que hacían una parodia de la iconografía cristiana: eso las volvía temerarias y tentadoras.
Los discos venían entre una bolsa de plástico, y estaban prácticamente nuevos. Eran brillantes, sin rayones. Yo volvía a ver aquellas carátulas, y sin haber escuchado lo que contenían dentro sabía que era rebelde y peligroso. Era lo que la gente llamaba, con suma ignorancia, “música metálica” o “música de locos”. Era una fascinación.
Entonces compré mi primer disco –nada rebelde ni peligrosos por cierto, pero en fin-: La Negra Tomasa, de Caifanes. Un cochino demo de cuatro canciones donde las tres primeras eran la misma negra en tres versiones. Luego vino uno que sí me trajo más alegría: La cultura de la basura, de Prisioneros. Y después uno de Queen.
Soy de la generación del cassette, del cassette pirata sobre todo. Pero de niño me tocó lo último del acetato. Gocé, como el infante que era, con esa colección de rock en español que Postobón hizo en el 89. Aún conservo aquellos discos de 45 revoluciones, y aún Soy un animal sigue siendo una de mis canciones favoritas.
Pero el caso es que aquellos discos sí que eran discos. Quiero decir: eran un material táctil, olfateable, observable. Y quizás parezca una nostalgia inocua esta que tengo hoy, pero no dejo de pensar en que con la digitalización de la música algo en el mundo del rock murió irremediablemente. Y no hablo de la desgracia en que cayó la industria del acetato, hablo de la posibilidad de tocar, de tener la música en las manos.
Una de mis mayores frustraciones como melómano fue comprar el Sargento Pimienta en cd: ya no era lo mismo. Uno ya no podía reconocer quién era quién en aquella caratulita de diez por diez. Ya no era tan intenso el color ni tan llamativo el diseño.
Claro, la música estaba ahí, y seguramente remasterizada. Pero el disco, eso que uno tiene en sus manos antes de escucharlo, resultaba una decepción.
El remate de todo esto vino con el Mp3: 500 canciones en un mismo cd. Sin carátula, sin librillo, sin orden, sin aroma. Y luego el Ipod. Es como los libros bajados de internet: el material es el mismo, y suena delicioso, pero es menos vivo en su conjunto. Gris.
Dicen los analistas de mercado que el consumidor de ahora ya no escucha álbunes sino canciones. Es decir que pica aquí y pica allá, de un artista a otro, conociendo de todos un poco pero nada en totalidad. Baja una canción de moda y paga un dólar por ella. Con eso es suficiente.
Nada más triste, me parece.
Porque un disco –un disco sincero, en el que los músicos ponen su sangre- es como una novela, o un libro de cuentos donde cada uno mantiene una relación con el otro a pesar de que versen sobre argumentos distintos. Hasta el diseño y el librillo van conectados con ese todo.
No están hechos –si son sinceros, repito- para que el oyente se siente a escuchar una sola canción. La idea es que provoque escucharlas todas, hasta las más experimentales y anti comerciales, aunque no todas le gusten.
Me parece curioso que casi todas mis amigas tengan en su computador la canción Penélope, de Robi Draco, y no todo el álbum. “Hacer una canción es fácil -les digo-, hacer todo un disco bueno es una rareza. Por eso, en el caso del Vagabundo, lo mejor será escucharlo todo, del primero al último corte”.
Lo mismo podría decir con el álbum Blanco de The Beatles o el Negro de Metallica. Son discos, no canciones.
Son un momento en la vida del artista que necesitó ese número de cortes para describirlo. Sin son diez, está bien; sin son más de 20, como en Honestidad Brutal, también.
Por eso no compro colecciones de MP3 ni revolturas en DVD ni “las 30 mejores canciones de los ochenta” o los “20 grandes éxitos de…”, porque siendo que, de alguna forma, insulto al autor. O me voy con una imagen sesgada: la que deja una sola canción, que suele ser la que escogió la casa disquera para promocionar. Es decir, la más aburrida y comercial. Y se pierde uno de los casi siempre sorprendentes B side, menos radiables pero más ingeniosos.
Y se pierde uno del diseño. De la fotografía. Pero sobre todo, de la posibilidad de escuchar un álbum en su conjunto, ese pedazo de vida dividido cortes y pensado para que fuera así.
Los discos venían entre una bolsa de plástico, y estaban prácticamente nuevos. Eran brillantes, sin rayones. Yo volvía a ver aquellas carátulas, y sin haber escuchado lo que contenían dentro sabía que era rebelde y peligroso. Era lo que la gente llamaba, con suma ignorancia, “música metálica” o “música de locos”. Era una fascinación.
Entonces compré mi primer disco –nada rebelde ni peligrosos por cierto, pero en fin-: La Negra Tomasa, de Caifanes. Un cochino demo de cuatro canciones donde las tres primeras eran la misma negra en tres versiones. Luego vino uno que sí me trajo más alegría: La cultura de la basura, de Prisioneros. Y después uno de Queen.
Soy de la generación del cassette, del cassette pirata sobre todo. Pero de niño me tocó lo último del acetato. Gocé, como el infante que era, con esa colección de rock en español que Postobón hizo en el 89. Aún conservo aquellos discos de 45 revoluciones, y aún Soy un animal sigue siendo una de mis canciones favoritas.
Pero el caso es que aquellos discos sí que eran discos. Quiero decir: eran un material táctil, olfateable, observable. Y quizás parezca una nostalgia inocua esta que tengo hoy, pero no dejo de pensar en que con la digitalización de la música algo en el mundo del rock murió irremediablemente. Y no hablo de la desgracia en que cayó la industria del acetato, hablo de la posibilidad de tocar, de tener la música en las manos.
Una de mis mayores frustraciones como melómano fue comprar el Sargento Pimienta en cd: ya no era lo mismo. Uno ya no podía reconocer quién era quién en aquella caratulita de diez por diez. Ya no era tan intenso el color ni tan llamativo el diseño.
Claro, la música estaba ahí, y seguramente remasterizada. Pero el disco, eso que uno tiene en sus manos antes de escucharlo, resultaba una decepción.
El remate de todo esto vino con el Mp3: 500 canciones en un mismo cd. Sin carátula, sin librillo, sin orden, sin aroma. Y luego el Ipod. Es como los libros bajados de internet: el material es el mismo, y suena delicioso, pero es menos vivo en su conjunto. Gris.
Dicen los analistas de mercado que el consumidor de ahora ya no escucha álbunes sino canciones. Es decir que pica aquí y pica allá, de un artista a otro, conociendo de todos un poco pero nada en totalidad. Baja una canción de moda y paga un dólar por ella. Con eso es suficiente.
Nada más triste, me parece.
Porque un disco –un disco sincero, en el que los músicos ponen su sangre- es como una novela, o un libro de cuentos donde cada uno mantiene una relación con el otro a pesar de que versen sobre argumentos distintos. Hasta el diseño y el librillo van conectados con ese todo.
No están hechos –si son sinceros, repito- para que el oyente se siente a escuchar una sola canción. La idea es que provoque escucharlas todas, hasta las más experimentales y anti comerciales, aunque no todas le gusten.
Me parece curioso que casi todas mis amigas tengan en su computador la canción Penélope, de Robi Draco, y no todo el álbum. “Hacer una canción es fácil -les digo-, hacer todo un disco bueno es una rareza. Por eso, en el caso del Vagabundo, lo mejor será escucharlo todo, del primero al último corte”.
Lo mismo podría decir con el álbum Blanco de The Beatles o el Negro de Metallica. Son discos, no canciones.
Son un momento en la vida del artista que necesitó ese número de cortes para describirlo. Sin son diez, está bien; sin son más de 20, como en Honestidad Brutal, también.
Por eso no compro colecciones de MP3 ni revolturas en DVD ni “las 30 mejores canciones de los ochenta” o los “20 grandes éxitos de…”, porque siendo que, de alguna forma, insulto al autor. O me voy con una imagen sesgada: la que deja una sola canción, que suele ser la que escogió la casa disquera para promocionar. Es decir, la más aburrida y comercial. Y se pierde uno de los casi siempre sorprendentes B side, menos radiables pero más ingeniosos.
Y se pierde uno del diseño. De la fotografía. Pero sobre todo, de la posibilidad de escuchar un álbum en su conjunto, ese pedazo de vida dividido cortes y pensado para que fuera así.
4 comentarios:
T_T muy cierto y con mucha nostalgia!!
lo cierto de todo es que esta evolucion insolente no hace mas que volvernos victimas de un mundo incierto, donde los buenos recuerdos resquebrajados, destellan entre los escombros provenientes del consumismo, tapando como basura años de trabajo, esfuerzo y sacrificio "tesoros devaluados".
lastimosamente tenemos que cambiar la forma de conseguir la musica, pero no podemos cambiar la forma de escucharla!
definitivamente estoy deacuerdo con cada palabra tuya, perdimos el contacto, perdimos el uso de los sentidos de una forma tragica, perdimos el goce por algo real, algo que nos llenara algo que nos hiciera parte del artista..."DONDE ESTABAS VOS CUANDO NECESITABAN DEFENDER TODOS LOD IDEALES QUE NOS NEGAMOS A PERDER?" definitivamente expresas en letras lo que siento yo, mi propia nostalgia encerrada en un lugar profundo de eso que llamamos alma.. y de la cual me rehuso definitivamente a borrar o vaciar como ya lo llaman aquellos que solo el computador los hace entender.
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