martes, 30 de octubre de 2007

El engañoso universo de los nombres


Estoy por pensar que ni las leyes de una república se discuten tanto como el nombre de un grupo. A la hora de escoger la manera en que se llamará la banda comienzan las peleas. No faltará el integrante seudointelectual que querrá ponerle un nombre sofisticado, que remita a la filosofía, la física o la literatura como, por ejemplo: “Voltaire” “Zaratustra” o “E:mc2”. Otro de ellos, influenciado por el punk, tenderá a los rótulos escatológicos o contestarios como “Me importa un culo” (o sus siglas: M.I.U.C.), “Me cago en tu madre” o “Estiércol”.

También habrá quien opte por el humor y elija frases como “Cuidado que voy sin chanclas” o “Tres por quinientos, ocho por mil”, o qué sé yo.

Y no sobra, entre otras, la categoría de nombres que no tiene significado, o que su significado poco tiene que ver con la música, como “Vértice”, “Zvidine” u “Ojo de lora”.

En los últimos años, la combinación de letras y números ha ganado bastante éxito; se trata de nombres que parecen más placas de carro que el distintivo de una banda de rock. Me refiero a “X24”, “SK39” o “Blind182”. Al parecer, el sólo número también funciona: 311, 45, 33, 69, etcétera.

En el caso del metal, el latín, o una lengua que se le parezca, hace su aporte: “Poscriptum”, “Elementor”, “Satanicum”...

O el inglés, por su parte, se torna en una salida poco ingeniosa pero aún así útil. No olvidemos que el rock se canta en este idioma, y todo en inglés sonará bonito. Eso sí: será mejor evitar traducciones, que tiran al piso la magia del nombre (decir Pistolas y rosas suena más un grupo de gays haciendo música electrónica, mientras que Guns N´ Roses es otra cosa).

Sin embargo, al final de cuentas, sea cual sea el nombre que se escoja, todos, absolutamente todos, sonarán ridículos.

Más ridículo todavía será tratar de explicarlos.

Porque por alguna razón, toda entrevista a un grupo de rock comienza con esta pregunta: “¿Y por qué se llaman ´Los zapatos eléctricos´?” O “De dónde viene el nombre de ´El Pez´, qué tiene que ver eso con la música”, y el integrante más elocuente de la banda comenzará con una disertación enredada en la que uno no entiende por qué Bajo tierra se llama Bajo tierra ni de dónde salió lo de las calabazas aplastadas de los Smashing Pumkins.

Todo esto no importa.

Un nombre es un nombre, y en el caso del rock suelen ser engañosos. Por ello, cada que voy a un concierto de rock de un grupo desconocido trato de no pensar en cómo se llaman. Ya me he llevado sorpresas con bandas de nombre anodino y música exquisita, mientras que otras de nombre refinado han resultado una decepción.

Un nombre puede ser engañoso; la actuación en escena, la música, no.

viernes, 26 de octubre de 2007

Áluna en imágenes

Primero estaba el mar (mito de la creación kogi)

Primero estaba el mar.
Todo estaba oscuro.
No había sol, ni luna, ni gente, ni animales, ni plantas.
Sólo el mar estaba en todas partes. El mar era la madre.
Ella era agua y agua por todas partes y ella estaba en todas partes.
Así, primero sólo estaba la madre…

La madre no era gente ni nada, ni cosa alguna.
Ella era Aluna.
Ella era espíritu de lo que iba a venir y era pensamiento y memoria.
Así la madre existió sólo en Aluna, en el mundo más abajo, en la última profundidad, sola.

Entonces cuando existió así la madre, se formaron arriba las tierras, los mundos, hasta arriba donde está hoy nuestro mundo.
Eran nueve mundos y se formaron así: primero estaba la madre y el agua y la noche.
No había amanecido aún.
La madre se llamaba entonces se-ne-nuláng.
También existía un padre que se llamaba katekéne-ne–nuláng.
Ellos tenían un hijo que se llamaba búnkua-sé.
Pero ellos no eran gente, ni nada, ni cosa alguna.
Ellos eran Aluna.
Eran espíritu y pesamiento.
Eso fue el primer mundo, el primer puesto y el primer estante.

Cuando nacieron los primeros padres del mundo, ellos empezaron a secar la tierra. Empujaron el mar más allá e hicieron zanjas para secar el piso y caños para navegar por el agua.
La madre bebió la mitad del mar.
Montañas se formaron de la tierra y el agua se retiró.

Cuando los padres del mundo hicieron la casa en el cielo, se reunieron y bailaron y cantaron y decidieron hacer la tierra.

Pero primero estaba el mar.
Y el mar era la madre.
La madre era pensamiento.
Y el pensamiento era Aluna.

Un verdadero libro punk

Sin imágenes poéticas, con una redacción escuelera y una puntuación vergonzosa está escrito el libro I.R.A. La antilenyenda. Ante esto sólo se me ocurre lanzar un veredicto: ¡Maravilloso!

Porque si bien la edición es descuidada, paradójicamente esto le aporta cierto carácter al libro, un libro con todas las cualidades de ese ritmo desgarrado que es el punk: a veces desafinado, mal grabado, mal producido, pero sobre todo agresivo, eficaz, desafiante, directo, rítmico...

Sí, hasta los defectos se convierten en mérito en esta antileyenda escrita por David “Viola”, vocalista y guitarrista de I.R.A., y editado por el Fondo Editorial Ateneo Porfirio Barba Jacob.

Desde el primer párrafo se adivina el ritmo de esta historia, la historia de una banda con 22 años en escena y altísimos logros como el haber tocado en el legendario bar CBGB de Nueva York, cuna de los Ramones, y haber realizado un par de tours por Estados Unidos y otros países, entre muchos otros triunfos.

Con mucho humor –un humor que no es fino y sin embargo divierte-, con un ritmo ágil y decenas de historias que con voz propia nos cuentan las vicisitudes de una banda underground en Medellín, vamos de paso en paso por la vida de I.R.A., con anécdotas tan simples como ésta, sobre uno de los conciertos en la casa de Viola: “Lo único lamentable fue que un punkero al cual apodaban “Sospecha” se resbaló en un gargajo mientras bailaba en el pogo, metió un golpe en la cabeza contra el borde del marco de la puerta y le salió mero chichón, en el marco quedó un mechón de pelo pegado. En ese momento Kamel (que era un genio para colocar apodos, contar chistes e inventar frases) se inventó la célebre frase “pegó pelos”. Que hoy en día es reconocida a nivel internacional”.

Así, de una forma tan simple, nos vamos yendo, además, por lo que significa tener una banda de garaje en Medellín; es decir, los problemas para encontrar un ensayadero, que continuamente te echen a patadas, que la policía joda, conciertos en lugares estrechos, con mal sonido, y un largo etcétera. Y sin embargo seguir adelante, detrás de un sueño indefinible que no es ni convertirse en un rockstar ni en cualquier clase de celebridad, sino tocar, componer, provocar sensaciones. De alguna forma, se trata simplemente de Ser. “Ahí (en el concierto que ofreció I.R.A. en el teatro del Paraninfo de la Universidad de Antioquia en 2003) se demostró que el punk es cultura, o mejor dicho contracultura, pero en todo caso ES”.

Camus decía que la primera condición para ser un hombre rebelde era decir No. I.R.A., como banda, cumple esta condición. “Nuestra estética del NO, se traduce en la falta de fe y en la sospecha permanente heredadas del comportamiento absurdo de la sociedad. Nuestro NO es trascendental (...) Y aunque la palabra Punk sea sinónimo de Basura, no olviden que en la “basura” también se encuentran cosas valiosas”. Tan valiosas como el hecho de no sólo haber producido varios discos que cuentan las crónicas de dos décadas podridas en Medellín, sino también el de crear memoria a través de este libro, un verdadero libro punk.

Juan


En la vida he conocido a varios hombres como Juan: se trata de músicos con un tremendo talento y una inmensurable incapacidad de concentración. Es decir, artistas que lo tiene todo, excepto compromiso.

Ese es el caso de nuestro vocalista.

Por lo demás, suelen ser tipos geniales, con un carisma desbordante, de personalidad contagiosa.
Así era El Nuevo también: un baterista insuperable que casi nunca tocaba la batería, y los años fueron pasando y ahora, si acaso, toca los tarros en alguna fiesta infantil. Y Manuel, vocalista y guitarrista de Ghales (una banda en la que Óscar y yo tocamos en el pasado); Manuel era de un afinación precisa y poseía un oído exacto, capaz de escuchar los acordes más difíciles e interpretarlos fácilmente en la guitarra.

Sólo que, por alguna razón, a Manuel le daba pereza todo, hasta la misma gente. Sólo quería “pasarla bien”, y eso no está mal: simplemente que para que una banda salga adelante se necesita más que eso (a veces el arte, para ser sincero, requiere mucha dosis de angustia y trabajo, sobre todo).

Y ahora Juan.

A Juan lo conocí gracias al grupo, y sólo hay que escucharlo cantar un par de minutos para descubrir esa voz dulce, de cantante pop, que los oídos agradecen.

No posee técnica vocal alguna y sin embargo es afinado y sabe respirar. En los conciertos salta y anima al público. Es vivaz y encantador.

No obstante es perezoso como Manuel. Y ese es su único y gran problema.

García Márquez decía (y su frase terminó por volverse famosa) que para escribir se necesita un uno por ciento de inspiración y un 99 por ciento de transpiración. Mario Escobar utilizaba una frase bíblica para complementar a Gabo: “Muchos son los llamados y pocos los escogidos”. Quería decir que muchas personas tienen talento, pero para ser escogido en el reino del Arte, del arte verdadero, había que trabajar, vivir por la obra.

Quizás ni El Nuevo ni Manuel ni Juan quisieran ser verdaderos artistas. Sólo que cada que conozco un tipo así una sensación de pesadez se instala en mí: descubrir a hombre “dotado”, con un talento envidiable –muchos no lo tenemos- que sin embargo deja pasar la vida sin imprimir una huella firme de su capacidad.

El insoportable sabor del croazán

Haciendo cuentas, en el año que Áluna lleva tocando nos hemos comido entre todos, más o menos, unos 54 crozanes acompañados de tutti frutti. Este ha sido el pago por los conciertos. Es decir que, según esto, innumerables horas de ensayo se pagan con un pedazo de pan con queso y algo de agua saborizada.

Ahora, cada que veo uno de estos alimentos franceses que abundan en nuestras panaderías de barrio, no puedo sentir otra cosa que hastío. Dios mío (grito al cielo), líbrame del croazán.

La culpa de todo esto es de parte y parte. O sea, de parte de los organizadores de conciertos, para quienes una banda de rock es un plato de relleno del evento. Y de parte de las bandas de rock, que ansiosas por tocar no les importa el pago. Un croazán con gaseosa en más que suficiente, dicen agradecidas.

El problema es cuando esta idea se difunde. Cuando uno lleva unos 10 conciertos en lo mismo y el panorama no parece cambiar.

Insisto: una junta de acción comunal o una corporación cultural decide organizar un evento. Asegura sonido, asegura tarima, asegura convocatoria, y todo esto tiene un costo importante. Jamás he escuchado que al dueño de equipos de sonido le paguen con un refrigerio. No, a él le pagan con dinero líquido, uno tras otro los billeticos en la mano. Lo mismo con la tarima y la convocatoria. Y al grupo, que es el centro del show… ya saben.

Lo lamentable es que el mismo grupo acepte este juego y quede contento sólo por tocar. Eso está bien una vez, dos veces, por una causa justa. ¿Pero siempre?

Casi desde sus inicios la Revista Música ha trabajado en la campaña Por un músico bien pagado, y ya es hora de que los roqueros nos sumemos a ella. Porque curiosamente el mal pago se ve mayoritariamente con las bandas de este género. O ¿cuándo han visto mariachi tocando gratis, a un grupo de música tropical?

Este asunto no se trata de dinero simplemente. Se trata del profesionalismo con que asumamos nuestra labor como músicos. Ser músico, más allá de la calidad interpretativa con que se ejecute un instrumento, es ser sinceros con lo que tocamos. De alguna forma, es una actitud, una posición hacia la vida. Decir que nuestra vida es equiparable a un croazán con titti fruti sería como pensar que somos limosneros, y ellos, los todopoderosos organizadores de conciertos, unos ricachos altruistas que con migajas alegran nuestras patéticas vidas.

¿Cómo no terminar linchado en un concierto frente a 40 niños?

Ciertas circunstancias que no pienso exponer aquí, nos llevaron a tocar frente algo así como 40 niños entre los cinco y los diez años, según se pudimos observar. A no ser que tu grupo sea de música infantil o que cantes las melodías de Juanes o ciertas tonadas guascas –por alguna razón las canciones de ese tal Jhony Rivera fascina a los infantes- no puede haber otro paisaje más aterrador: los niños, expectantes, inquietos, maquiavélicos, frente a ti. Hasta un grupo de punk parecerían asustadizos teletubis delante ese tipo de público. Por una simple razón: no hay un crítico más despiadado que un niño.

A un niño le gusta algo, o no le gusta. Y ya. No lanza frases complacientes, no es hipócrita, no soba sacos. Dice simplemente: qué pelle de grupo, o qué chimba, parcero –los niños de Castilla hablan así-. No dice estuvo medio bueno o medio malo. Dice Bueno. O Malo.

En nuestro caso, en aquel toque en La Jícara, por poco salimos linchando por semejante masa infantil. La conclusión fue sencilla: a los niños no les gustó. A nosotros, el tocar frente a ellos, tampoco nos dejó contentos. Hubiésemos preferido una audición en American Idol que semejante espectáculo de culicagados mirando feo.

Con los niños nunca se sabe. Mejor tener cuidado. Son raros. Fríos. Sicarios malvados envueltos en la piel de la inocencia. Dan miedo. Son indescifrables.

Tanto así que una de nuestras canciones, la que habla de paz y unión entre hermanos, sólo provocó rechiflas. Mientras que otra, la que dice “Óyeme nena, estás tan buena que quiero hablarte; quiero tocarte, quiero mirarte, quiero cantarte una canción de cuna... entre tus tetas” fue la única que ganó los aplausos de aquel público infernal con caritas de angelitos.