lunes, 3 de diciembre de 2007

En la esquina donde el Papa


- ¿Ustedes son el grupo de la esquina donde el Papa, cierto, allá en La Esperanza, frente a la Maracaná, donde hay un quisquito rojo donde venden jugos de mil y se parcha un montón de gente?
- Ajá, así es –les digo, con cierto tumbao costero-: Banda Oficial de Castilla, Sinfónica de Barrio, Orquesta Libre de Esquina, Mariguanero´s Rock, la comuna hecha carne en cuatro pelaos sin barba.

Exagero, claro, pero hay algo innegable en todo esto: somos una banda de barrio, y quizás de los pocos barrios con sabor de barrio que queda en Medellín: Castilla –y por Castilla entiéndase Alfonso López, La Esperanza, Antonio Zea y hasta el 12 de Octubre y El Picacho, entre otros-. Quiero decir: de barrio popular, donde la gente sabe quiénes son sus vecinos y hacen sancochadas los festivos, donde la bulla es endemoniada a causa de los bafles a reventar en cada casa y donde, lastimosamente, los problemas aún se arreglan a bala. Somos de Castilla, sí, y todos en la cuadra nos conocen. Juan el Bohemio, Óscar el Peludo, Fáber el de Yuli y Camilo el Desconocido. Así nos llaman. Y hay mucho de bueno en esto, para que vea: nadie pone problema aunque hagamos vibrar las paredes de tanto ruido, se pueden comprar empanadas de $100 y salchipapas de $500 con sólo cruzar la calle, cualquiera te brinda ron a la hora que sea y la marihuana es más popular que el cigarrillo –aunque, la verdad, casi nunca la fumemos-.

Si fuéramos de otro barrio, de esos barrios asépticos que también tiene Medellín, no podríamos ensayar tranquilos. Una vez lo intentamos en Laureles, y no llevábamos tres canciones cuando llegó la Policía. “Que dejen la marica bulla”, fue la sentencia del verde.

Si fuéramos de otro barrio, y tuviésemos que practicar nuestras canciones en un ensayadero, nos perderíamos de ver pasar tanta chimbita por la esquina y de tanto chiste bobo que echan los pelaos del quiosquito rojo.

Porque en una Medellín que se llenó de condominios y urbanizaciones, donde nadie conoce a nadie y el mayor contacto es un roce fugaz en el ascensor; una Medellín que se inundó de cámaras de seguridad, de puertas cerradas, de vigilancia privada; una Medellín de apartamentos unipersonales, de casitas loft para solitarios, de ricos encaramados en finquitas a las afueras; una Medellín, en fin, que aunque se divida en comunas poco se vive en comunidad, ser de barrio-barrio me parece de lo más grandioso. Todos los días hay un montón de gente frente a nuestra casa –que en realidad la casa de la mamá de Yuli, la esposa de Fáber, pero casa al fin y al cabo en la que sábados y domingos ensayamos- haciendo nada y hablando de todo. Hay uno al que llaman Caballo porque cada que se ríe parece relinchar y otro al que conocen como Archi por su parecido con el cómic. Y al Papa, la verdad, no sé por qué lo llaman el Papa.

Pero así son las cosas: todos estos chicos crecieron juntos, muchos pasando hambre. Saben más de fútbol que varios comentaristas deportivos y juegan el picaíto los domingos sin falta; hay quienes jugaron en las divisiones menores del Medellín y no llegaron a más por marihuaneros; aunque sean “sanos” saben cómo es la vuelta en el mundo delincuencial, y muchos de ellos ya no están, prueba innegable de ese vaho de sangre que cubrió a esta ciudad hace años.

De Castilla son Elí Ramírez y Fredy Serna, de Castiila son Diego Agudelo y otro montón de chicos hambrientos de arte. De Castilla son una innumerable cantidad de bandas podridas como la nuestra –Efestos, Win, Cuatro Tiempos...-, ensayando en cuartuchos oscuros y con instrumentos de palos, pero con ganas, muchas ganas. Y no sé si todo esto –el barrio, la gente, tanto historial de vida y de muerte- deje algo en nuestra música, pero en todo caso, señores, como diría la salsa: “todo es cuestión de dejarse llevar”.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

¿A qué suena Medellín?

No es la primera vez que escucho algo así. El locutor de radio dice “Vamos a poner canción que tiene el típico sonido rock de Medellín”. Lo acaba de decir, por ejemplo, uno de Radiónica, en el programa Demo Stéreo. Y siempre me genera la misma pregunta: ¿Y cuál es ese típico sonido que a los bogotanos les parece tan obvio?

Hasta ahora no tengo respuesta.

Porque pareciera entonces que todas las bandas de rock de esta tierra sonaran a lo mismo, cuando, por otro lado, se habla mucho de la variedad musical de la capital de Antioquia.

Así que esta columnita tiene el propósito de ser interactiva, digamos, adaptándonos al medio. La pregunta ya está planteada: ¿A qué suena Medellín? ¿Sí será tan cierto eso de un sonido típico? ¿O hablarán más bien de la calidad de la grabación?

Y es cierto: muchos no hablan del “rock hecho en Medellín” sino del “rock de Medellín” como si eso fuera un género como tal con ciertas características claras. ¿Será eso cierto? ¿Habrá alguien que me responda?


Y ya que hablamos de nuestro rock, voy a darme una licencia para contarles, al mejor estilo de una revista de vanidades, mi Top 10 de los álbunes grabados en Medellín. Quizás de aquí salga también otra discusión, y eso estaría bien. Entonces, aprovechando la ocasión preguntona, ¿cuáles son los álbunes de rock en Medellín que a ustedes (uno o dos lectores que tengo) les gustan más? Los míos son (y lo más difícil es darle órden de importancia), en el puesto 10. Los árboles, de la banda con este mismo nombre, uno de los más desconocidos e inteligentes discos producidos en esta tierra. Un sonido rock suave, atrevido, cargado de detalles sonoros y experimentación con otros instrumentos. Una “rareza” que hace mucho no se repite. 9. Rojo sobre rojo, de Estados Alterados, quizás el álbum mejor grabado de esta banda, con buenas canciones como Te veré y Fiebre de Marzo, que cerraron la carrera de este grupo que muchos comparaban con Depeche Mode. La carátula es hermosa también. 8. Niño Gigante, Ekhymosis: El primer disco de esta banda me recuerda mucho al álbum negro de Metallica. Si bien no está muy bien grabado, su crudeza, sus letras, la calidad de las guitarras, hacen que sea mi favorito. Ninguna versión de Solo ha logrado superar la primera. 7. Huella y camino, Kraken: No es fácil que un algún álbum en vivo salga bien, sin embargo este de Kraken quedó tan bueno que lo prefiero incluso a los de estudio. Están las canciones que deben estar, con un sonido vivo y el estilo de una banda hasta ahora insuperable. Las letras son buenas y las guitarras sí que más, hasta el punto de no entender por qué esta banda no llegó a ser un éxito internacional si, de alguna forma, lo tenía todo. 6. El camino, de Coffee Makers: Uno cree, en primera instancia, que los Coffee son “Sábado en la noche” y mucho Ska. Nada más equivocado. Son mucho más, un sonido regge y dub, canciones instrumentales de buen sonido y variedad musical. Otra banda que, si la vida fuera justa, debería estar ahora mismo de gira por Europa. 5. Carne trémula, Nadie: Un álbum crudo, en un punk que no se encasilla. 4. La identidad en el caos, Frankie ha muerto: A pesar de que esta banda ya va por su tercer álbum, el segundo es el que más me gusta, un disco compacto, original, oscuro. Las letras de Fabio Garrido poseen poesía y vienen acompañadas de una música que se ajusta a ellas. A Baudelare le hubiera encantado. 3. Parlantes: uno de los discos más juguetones, mejor grabados y más originales que se hayan hecho en Medellín. El estilo de Camilo Suárez es muy particular, con referencias literarias y coqueteos con la música colombiana que le quedan muy bien. Una verdadera joya musical, como dirían los promotores. 2. Los días adelante, Bajo tierra: Una banda que siempre ha ido a la delantera y que lo demuestra con su tercer álbum, editado en el 2005. Los días adelante recuerda a cierto sonido ochentero, con voces sobre dobladas y guitarras melódicas. Para muchos es el mejor álbum de esta banda, aunque... 1. Lavandería real signifique un momento especial en el rock de esta tierra. De alguna forma, debe ser ese estilo lo que los de afuera encasillan como el “rock de Medellín”, supongo: un rock urbano, rítmico, hecho para los bares y para el baile.

Y la ñapa: álbunes que no alcanzan a entrar en este listado pero que también me gustan mucho: Eléctrico y doméstico, de El pez, y los de Los Insectos, Burkina y de Bruces a mí.

Y repito las preguntas, en esta columna atípica: ¿a ustedes qué álbunes les gusta? ¿Qué es eso del rock de Medellín?

El que responda se gana un yoyo.

lunes, 19 de noviembre de 2007

El valor de resistir

Hay ensayos sosos, imbéciles, lacónicos, insustanciales. Ensayos donde cada nota trae un desafine y las canciones se convierten en un enredo disonante.

Hay ensayos buenos, muchos, pero hay ensayos muertos también.

Son los peores momentos para la banda. Los ensayos son como el sexo en la pareja: si funciona bien, hay salvación; si el sexo es malo, algo en el corazón se rompe.

El de ayer fue uno de los peores ensayos. Juan Miguel ni siquiera se apareció y Fáber estaba disgustado; Óscar se sentía deprimido y Juan se encontraba enguayabado y somnoliento.

Como podría esperarse, las canciones sonaron a mierda.

Entonces vienen las peleas, la sensación de que el grupo no va para ninguna parte. Cada palabra que alguno lanza sólo crea mal ambiente, y en serio dan ganas de tomar tu instrumento y marcharse a donde sea.

No sé de dónde sale la idea esa de que los grupos de rock siempre se están divirtiendo. La verdad, por lo que he visto, es mucho el tiempo que sigues tocando sólo por un acto masoquista. Estar en una banda puede convertirlo a uno en un potencial asesino. ¿Y las victimas?: Tus compañeros.

Pero de eso se trata: de aguantar. He conocido montones de bandas buenas que no llegan ni a grabar su primer álbum porque las rivalidades y la falta de orden no las dejaron. Podría decir, sin temor a equivocarme, que son cerca del 90 por ciento.

Mientras que hay otras que tiene el mérito de la resistencia. Y al final resultan con algo. ¿Por qué? Ya lo dije: R-E-S-I-S-T-E-N-C-I-A.

Hasta ahora no sé que hacer en caso de un mal ensayo, como tampoco es fácil salvar la relación cuando el sexo falla.

Lo mejor –me digo- es esperar, aguantar, regresar a los ocho días y volver a intentarlo. A veces pasa que después de un mal polvo el que viene resulta sorprendentemente fabuloso.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Una nostalgia con scratch

Recuerdo bien aquellos discos. Grandes, tentadores. Mi primo Leonardo, que había tenido una tienda de música en Apartadó, guardó muchos de ellos. Y ahí estaban, en su casa, en una repisa café entre libros y artesanías. Tenía mucho de Led Zeppelin y de Queen. Algo de los Beatles y de los Rolling. Y mucho, mucho de metal.

Recuerdo bien aquellas carátulas. La del cisne blanco de A nigt at the opera y la del prisma de Dark side of the moon. Pero la más bella de todas, la más colorida, la más particular, era la del Sargent Peppers, con ese montón de personajes alineados y los Beatles, ya hechos unos hippies, en el centro de todo.

No había tocadiscos en aquella casa, paradójicamente. Pero sin haber escuchado Bohemian rhapsody o I cat get no satisfaction a mí, a mis siete años, ya me gustaba el rock and roll. Me gustaba por lo que veía: esas portadas grandes en cartón, los dibujos sicodélicos de los discos de Jimi Hendrix, el olor industrial del acetato.

Sin embargo, algunas de aquellas carátulas daban miedo, sobre todo esas que mostraban el infierno o las que hacían una parodia de la iconografía cristiana: eso las volvía temerarias y tentadoras.

Los discos venían entre una bolsa de plástico, y estaban prácticamente nuevos. Eran brillantes, sin rayones. Yo volvía a ver aquellas carátulas, y sin haber escuchado lo que contenían dentro sabía que era rebelde y peligroso. Era lo que la gente llamaba, con suma ignorancia, “música metálica” o “música de locos”. Era una fascinación.

Entonces compré mi primer disco –nada rebelde ni peligrosos por cierto, pero en fin-: La Negra Tomasa, de Caifanes. Un cochino demo de cuatro canciones donde las tres primeras eran la misma negra en tres versiones. Luego vino uno que sí me trajo más alegría: La cultura de la basura, de Prisioneros. Y después uno de Queen.

Soy de la generación del cassette, del cassette pirata sobre todo. Pero de niño me tocó lo último del acetato. Gocé, como el infante que era, con esa colección de rock en español que Postobón hizo en el 89. Aún conservo aquellos discos de 45 revoluciones, y aún Soy un animal sigue siendo una de mis canciones favoritas.

Pero el caso es que aquellos discos sí que eran discos. Quiero decir: eran un material táctil, olfateable, observable. Y quizás parezca una nostalgia inocua esta que tengo hoy, pero no dejo de pensar en que con la digitalización de la música algo en el mundo del rock murió irremediablemente. Y no hablo de la desgracia en que cayó la industria del acetato, hablo de la posibilidad de tocar, de tener la música en las manos.

Una de mis mayores frustraciones como melómano fue comprar el Sargento Pimienta en cd: ya no era lo mismo. Uno ya no podía reconocer quién era quién en aquella caratulita de diez por diez. Ya no era tan intenso el color ni tan llamativo el diseño.

Claro, la música estaba ahí, y seguramente remasterizada. Pero el disco, eso que uno tiene en sus manos antes de escucharlo, resultaba una decepción.

El remate de todo esto vino con el Mp3: 500 canciones en un mismo cd. Sin carátula, sin librillo, sin orden, sin aroma. Y luego el Ipod. Es como los libros bajados de internet: el material es el mismo, y suena delicioso, pero es menos vivo en su conjunto. Gris.

Dicen los analistas de mercado que el consumidor de ahora ya no escucha álbunes sino canciones. Es decir que pica aquí y pica allá, de un artista a otro, conociendo de todos un poco pero nada en totalidad. Baja una canción de moda y paga un dólar por ella. Con eso es suficiente.

Nada más triste, me parece.

Porque un disco –un disco sincero, en el que los músicos ponen su sangre- es como una novela, o un libro de cuentos donde cada uno mantiene una relación con el otro a pesar de que versen sobre argumentos distintos. Hasta el diseño y el librillo van conectados con ese todo.

No están hechos –si son sinceros, repito- para que el oyente se siente a escuchar una sola canción. La idea es que provoque escucharlas todas, hasta las más experimentales y anti comerciales, aunque no todas le gusten.

Me parece curioso que casi todas mis amigas tengan en su computador la canción Penélope, de Robi Draco, y no todo el álbum. “Hacer una canción es fácil -les digo-, hacer todo un disco bueno es una rareza. Por eso, en el caso del Vagabundo, lo mejor será escucharlo todo, del primero al último corte”.

Lo mismo podría decir con el álbum Blanco de The Beatles o el Negro de Metallica. Son discos, no canciones.

Son un momento en la vida del artista que necesitó ese número de cortes para describirlo. Sin son diez, está bien; sin son más de 20, como en Honestidad Brutal, también.

Por eso no compro colecciones de MP3 ni revolturas en DVD ni “las 30 mejores canciones de los ochenta” o los “20 grandes éxitos de…”, porque siendo que, de alguna forma, insulto al autor. O me voy con una imagen sesgada: la que deja una sola canción, que suele ser la que escogió la casa disquera para promocionar. Es decir, la más aburrida y comercial. Y se pierde uno de los casi siempre sorprendentes B side, menos radiables pero más ingeniosos.

Y se pierde uno del diseño. De la fotografía. Pero sobre todo, de la posibilidad de escuchar un álbum en su conjunto, ese pedazo de vida dividido cortes y pensado para que fuera así.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Con sabor de bar


Nada supera a los conciertos de bar, a la cerveza de mano en mano, a ese sonido mediocre que sin embargo resulta visceral, directo, lleno de reverberación y ruido. Nada como la posibilidad de que el público se suba a la tarima y cante con uno, y que las chicas se meneen a un paso de ti mientras tocas.


Nada como lo remates de concierto, en la casa de algún borracho enamorado de tu banda, o entre besos furtivos de una inesperada admiradora.


En los conciertos de bar sigues siendo un ser humano, no un semi-dios inalcanzable; en los conciertos de bar puedes dejar que otro cante o tome tu guitarra y toque; en los conciertos de bar aceptas tragos gratuitos por todas partes.


Resulta fácil que otra banda desee hacer una sesión de improvisación con la tuya, o que quieras experimentar una tonada que nunca antes habían ensayado.


En los conciertos de bar puedes decir lo que quieras, tocar lo que quieras, sin cláusulas contractuales ni amenazas de Saico y Acimpro; puedes escupir tu rabia o declararle el amor al mundo; puedes besar, puedes tocar, descansar, volver a subir, mandarlo todo a la mierda y regresar a pedir perdón.


En los conciertos de bar tu banda suele ser más sincera.


Y hablo desde la ignorancia, claro, porque jamás he probado los grandes conciertos. No sé lo que es tener miles de personas frente a uno, ni que coreen al unísono una de tus canciones. Sin embargo, éstos, los grandes conciertos, se me hacen más artificiales en medio de su espectacularidad, con demasiadas luces sobre uno, demasiados requerimientos técnicos, demasiados periodistas esperando que digas la frase de siempre, mánagers impetuosos buscando sacar provecho, vallas publicitarias anunciando la nueva cerveza sin alcohol, presentadores de turno con sonrisas de quinientos dientes, roodies apurados poniendo todo en su sitio, abogados del mundo de la música anhelando tus errores para cobrar compensaciones, y tú, en medio de todo eso, tan puesto en su sitio, tan sobrio, tan organizado, tan cohibido. Y la gente, el fin de todo esto, allá, lejos, a pesar de sus manos levantas, de sus voces en coro, lejos.


Difícilmente podrás abrazarlos a todos, y si alguien se sube a cantar contigo, un gorila de barba en candado llegará a retirarlo antes que termine la primera frase.


En un gran concierto no eres tú: eres la imagen de lo que otros quieren que seas.


Quizás esté equivocado (de eso también se trata). Pero ahora que escribo de todo esto y que tengo el sabor del concierto de anoche fresquito en mi memoria, comprendo bien a Woody Allen, quien en su gira por Europa con su banda de jazz –ya saben: teatros a reventar, entrevistas por doquier- no hizo otra cosa que rememorar con nostalgia aquellos años en la década de los cincuenta, en la que era un simple humorista que tocaba el clarinete todos los viernes por la noche en un bar de Nueva York.

martes, 30 de octubre de 2007

El engañoso universo de los nombres


Estoy por pensar que ni las leyes de una república se discuten tanto como el nombre de un grupo. A la hora de escoger la manera en que se llamará la banda comienzan las peleas. No faltará el integrante seudointelectual que querrá ponerle un nombre sofisticado, que remita a la filosofía, la física o la literatura como, por ejemplo: “Voltaire” “Zaratustra” o “E:mc2”. Otro de ellos, influenciado por el punk, tenderá a los rótulos escatológicos o contestarios como “Me importa un culo” (o sus siglas: M.I.U.C.), “Me cago en tu madre” o “Estiércol”.

También habrá quien opte por el humor y elija frases como “Cuidado que voy sin chanclas” o “Tres por quinientos, ocho por mil”, o qué sé yo.

Y no sobra, entre otras, la categoría de nombres que no tiene significado, o que su significado poco tiene que ver con la música, como “Vértice”, “Zvidine” u “Ojo de lora”.

En los últimos años, la combinación de letras y números ha ganado bastante éxito; se trata de nombres que parecen más placas de carro que el distintivo de una banda de rock. Me refiero a “X24”, “SK39” o “Blind182”. Al parecer, el sólo número también funciona: 311, 45, 33, 69, etcétera.

En el caso del metal, el latín, o una lengua que se le parezca, hace su aporte: “Poscriptum”, “Elementor”, “Satanicum”...

O el inglés, por su parte, se torna en una salida poco ingeniosa pero aún así útil. No olvidemos que el rock se canta en este idioma, y todo en inglés sonará bonito. Eso sí: será mejor evitar traducciones, que tiran al piso la magia del nombre (decir Pistolas y rosas suena más un grupo de gays haciendo música electrónica, mientras que Guns N´ Roses es otra cosa).

Sin embargo, al final de cuentas, sea cual sea el nombre que se escoja, todos, absolutamente todos, sonarán ridículos.

Más ridículo todavía será tratar de explicarlos.

Porque por alguna razón, toda entrevista a un grupo de rock comienza con esta pregunta: “¿Y por qué se llaman ´Los zapatos eléctricos´?” O “De dónde viene el nombre de ´El Pez´, qué tiene que ver eso con la música”, y el integrante más elocuente de la banda comenzará con una disertación enredada en la que uno no entiende por qué Bajo tierra se llama Bajo tierra ni de dónde salió lo de las calabazas aplastadas de los Smashing Pumkins.

Todo esto no importa.

Un nombre es un nombre, y en el caso del rock suelen ser engañosos. Por ello, cada que voy a un concierto de rock de un grupo desconocido trato de no pensar en cómo se llaman. Ya me he llevado sorpresas con bandas de nombre anodino y música exquisita, mientras que otras de nombre refinado han resultado una decepción.

Un nombre puede ser engañoso; la actuación en escena, la música, no.

viernes, 26 de octubre de 2007

Áluna en imágenes

Primero estaba el mar (mito de la creación kogi)

Primero estaba el mar.
Todo estaba oscuro.
No había sol, ni luna, ni gente, ni animales, ni plantas.
Sólo el mar estaba en todas partes. El mar era la madre.
Ella era agua y agua por todas partes y ella estaba en todas partes.
Así, primero sólo estaba la madre…

La madre no era gente ni nada, ni cosa alguna.
Ella era Aluna.
Ella era espíritu de lo que iba a venir y era pensamiento y memoria.
Así la madre existió sólo en Aluna, en el mundo más abajo, en la última profundidad, sola.

Entonces cuando existió así la madre, se formaron arriba las tierras, los mundos, hasta arriba donde está hoy nuestro mundo.
Eran nueve mundos y se formaron así: primero estaba la madre y el agua y la noche.
No había amanecido aún.
La madre se llamaba entonces se-ne-nuláng.
También existía un padre que se llamaba katekéne-ne–nuláng.
Ellos tenían un hijo que se llamaba búnkua-sé.
Pero ellos no eran gente, ni nada, ni cosa alguna.
Ellos eran Aluna.
Eran espíritu y pesamiento.
Eso fue el primer mundo, el primer puesto y el primer estante.

Cuando nacieron los primeros padres del mundo, ellos empezaron a secar la tierra. Empujaron el mar más allá e hicieron zanjas para secar el piso y caños para navegar por el agua.
La madre bebió la mitad del mar.
Montañas se formaron de la tierra y el agua se retiró.

Cuando los padres del mundo hicieron la casa en el cielo, se reunieron y bailaron y cantaron y decidieron hacer la tierra.

Pero primero estaba el mar.
Y el mar era la madre.
La madre era pensamiento.
Y el pensamiento era Aluna.

Un verdadero libro punk

Sin imágenes poéticas, con una redacción escuelera y una puntuación vergonzosa está escrito el libro I.R.A. La antilenyenda. Ante esto sólo se me ocurre lanzar un veredicto: ¡Maravilloso!

Porque si bien la edición es descuidada, paradójicamente esto le aporta cierto carácter al libro, un libro con todas las cualidades de ese ritmo desgarrado que es el punk: a veces desafinado, mal grabado, mal producido, pero sobre todo agresivo, eficaz, desafiante, directo, rítmico...

Sí, hasta los defectos se convierten en mérito en esta antileyenda escrita por David “Viola”, vocalista y guitarrista de I.R.A., y editado por el Fondo Editorial Ateneo Porfirio Barba Jacob.

Desde el primer párrafo se adivina el ritmo de esta historia, la historia de una banda con 22 años en escena y altísimos logros como el haber tocado en el legendario bar CBGB de Nueva York, cuna de los Ramones, y haber realizado un par de tours por Estados Unidos y otros países, entre muchos otros triunfos.

Con mucho humor –un humor que no es fino y sin embargo divierte-, con un ritmo ágil y decenas de historias que con voz propia nos cuentan las vicisitudes de una banda underground en Medellín, vamos de paso en paso por la vida de I.R.A., con anécdotas tan simples como ésta, sobre uno de los conciertos en la casa de Viola: “Lo único lamentable fue que un punkero al cual apodaban “Sospecha” se resbaló en un gargajo mientras bailaba en el pogo, metió un golpe en la cabeza contra el borde del marco de la puerta y le salió mero chichón, en el marco quedó un mechón de pelo pegado. En ese momento Kamel (que era un genio para colocar apodos, contar chistes e inventar frases) se inventó la célebre frase “pegó pelos”. Que hoy en día es reconocida a nivel internacional”.

Así, de una forma tan simple, nos vamos yendo, además, por lo que significa tener una banda de garaje en Medellín; es decir, los problemas para encontrar un ensayadero, que continuamente te echen a patadas, que la policía joda, conciertos en lugares estrechos, con mal sonido, y un largo etcétera. Y sin embargo seguir adelante, detrás de un sueño indefinible que no es ni convertirse en un rockstar ni en cualquier clase de celebridad, sino tocar, componer, provocar sensaciones. De alguna forma, se trata simplemente de Ser. “Ahí (en el concierto que ofreció I.R.A. en el teatro del Paraninfo de la Universidad de Antioquia en 2003) se demostró que el punk es cultura, o mejor dicho contracultura, pero en todo caso ES”.

Camus decía que la primera condición para ser un hombre rebelde era decir No. I.R.A., como banda, cumple esta condición. “Nuestra estética del NO, se traduce en la falta de fe y en la sospecha permanente heredadas del comportamiento absurdo de la sociedad. Nuestro NO es trascendental (...) Y aunque la palabra Punk sea sinónimo de Basura, no olviden que en la “basura” también se encuentran cosas valiosas”. Tan valiosas como el hecho de no sólo haber producido varios discos que cuentan las crónicas de dos décadas podridas en Medellín, sino también el de crear memoria a través de este libro, un verdadero libro punk.

Juan


En la vida he conocido a varios hombres como Juan: se trata de músicos con un tremendo talento y una inmensurable incapacidad de concentración. Es decir, artistas que lo tiene todo, excepto compromiso.

Ese es el caso de nuestro vocalista.

Por lo demás, suelen ser tipos geniales, con un carisma desbordante, de personalidad contagiosa.
Así era El Nuevo también: un baterista insuperable que casi nunca tocaba la batería, y los años fueron pasando y ahora, si acaso, toca los tarros en alguna fiesta infantil. Y Manuel, vocalista y guitarrista de Ghales (una banda en la que Óscar y yo tocamos en el pasado); Manuel era de un afinación precisa y poseía un oído exacto, capaz de escuchar los acordes más difíciles e interpretarlos fácilmente en la guitarra.

Sólo que, por alguna razón, a Manuel le daba pereza todo, hasta la misma gente. Sólo quería “pasarla bien”, y eso no está mal: simplemente que para que una banda salga adelante se necesita más que eso (a veces el arte, para ser sincero, requiere mucha dosis de angustia y trabajo, sobre todo).

Y ahora Juan.

A Juan lo conocí gracias al grupo, y sólo hay que escucharlo cantar un par de minutos para descubrir esa voz dulce, de cantante pop, que los oídos agradecen.

No posee técnica vocal alguna y sin embargo es afinado y sabe respirar. En los conciertos salta y anima al público. Es vivaz y encantador.

No obstante es perezoso como Manuel. Y ese es su único y gran problema.

García Márquez decía (y su frase terminó por volverse famosa) que para escribir se necesita un uno por ciento de inspiración y un 99 por ciento de transpiración. Mario Escobar utilizaba una frase bíblica para complementar a Gabo: “Muchos son los llamados y pocos los escogidos”. Quería decir que muchas personas tienen talento, pero para ser escogido en el reino del Arte, del arte verdadero, había que trabajar, vivir por la obra.

Quizás ni El Nuevo ni Manuel ni Juan quisieran ser verdaderos artistas. Sólo que cada que conozco un tipo así una sensación de pesadez se instala en mí: descubrir a hombre “dotado”, con un talento envidiable –muchos no lo tenemos- que sin embargo deja pasar la vida sin imprimir una huella firme de su capacidad.

El insoportable sabor del croazán

Haciendo cuentas, en el año que Áluna lleva tocando nos hemos comido entre todos, más o menos, unos 54 crozanes acompañados de tutti frutti. Este ha sido el pago por los conciertos. Es decir que, según esto, innumerables horas de ensayo se pagan con un pedazo de pan con queso y algo de agua saborizada.

Ahora, cada que veo uno de estos alimentos franceses que abundan en nuestras panaderías de barrio, no puedo sentir otra cosa que hastío. Dios mío (grito al cielo), líbrame del croazán.

La culpa de todo esto es de parte y parte. O sea, de parte de los organizadores de conciertos, para quienes una banda de rock es un plato de relleno del evento. Y de parte de las bandas de rock, que ansiosas por tocar no les importa el pago. Un croazán con gaseosa en más que suficiente, dicen agradecidas.

El problema es cuando esta idea se difunde. Cuando uno lleva unos 10 conciertos en lo mismo y el panorama no parece cambiar.

Insisto: una junta de acción comunal o una corporación cultural decide organizar un evento. Asegura sonido, asegura tarima, asegura convocatoria, y todo esto tiene un costo importante. Jamás he escuchado que al dueño de equipos de sonido le paguen con un refrigerio. No, a él le pagan con dinero líquido, uno tras otro los billeticos en la mano. Lo mismo con la tarima y la convocatoria. Y al grupo, que es el centro del show… ya saben.

Lo lamentable es que el mismo grupo acepte este juego y quede contento sólo por tocar. Eso está bien una vez, dos veces, por una causa justa. ¿Pero siempre?

Casi desde sus inicios la Revista Música ha trabajado en la campaña Por un músico bien pagado, y ya es hora de que los roqueros nos sumemos a ella. Porque curiosamente el mal pago se ve mayoritariamente con las bandas de este género. O ¿cuándo han visto mariachi tocando gratis, a un grupo de música tropical?

Este asunto no se trata de dinero simplemente. Se trata del profesionalismo con que asumamos nuestra labor como músicos. Ser músico, más allá de la calidad interpretativa con que se ejecute un instrumento, es ser sinceros con lo que tocamos. De alguna forma, es una actitud, una posición hacia la vida. Decir que nuestra vida es equiparable a un croazán con titti fruti sería como pensar que somos limosneros, y ellos, los todopoderosos organizadores de conciertos, unos ricachos altruistas que con migajas alegran nuestras patéticas vidas.

¿Cómo no terminar linchado en un concierto frente a 40 niños?

Ciertas circunstancias que no pienso exponer aquí, nos llevaron a tocar frente algo así como 40 niños entre los cinco y los diez años, según se pudimos observar. A no ser que tu grupo sea de música infantil o que cantes las melodías de Juanes o ciertas tonadas guascas –por alguna razón las canciones de ese tal Jhony Rivera fascina a los infantes- no puede haber otro paisaje más aterrador: los niños, expectantes, inquietos, maquiavélicos, frente a ti. Hasta un grupo de punk parecerían asustadizos teletubis delante ese tipo de público. Por una simple razón: no hay un crítico más despiadado que un niño.

A un niño le gusta algo, o no le gusta. Y ya. No lanza frases complacientes, no es hipócrita, no soba sacos. Dice simplemente: qué pelle de grupo, o qué chimba, parcero –los niños de Castilla hablan así-. No dice estuvo medio bueno o medio malo. Dice Bueno. O Malo.

En nuestro caso, en aquel toque en La Jícara, por poco salimos linchando por semejante masa infantil. La conclusión fue sencilla: a los niños no les gustó. A nosotros, el tocar frente a ellos, tampoco nos dejó contentos. Hubiésemos preferido una audición en American Idol que semejante espectáculo de culicagados mirando feo.

Con los niños nunca se sabe. Mejor tener cuidado. Son raros. Fríos. Sicarios malvados envueltos en la piel de la inocencia. Dan miedo. Son indescifrables.

Tanto así que una de nuestras canciones, la que habla de paz y unión entre hermanos, sólo provocó rechiflas. Mientras que otra, la que dice “Óyeme nena, estás tan buena que quiero hablarte; quiero tocarte, quiero mirarte, quiero cantarte una canción de cuna... entre tus tetas” fue la única que ganó los aplausos de aquel público infernal con caritas de angelitos.