Siempre me han fascinado los hombres
orquesta. Una vez, en Santa Marta, le pagué tres veces a uno para que siguiera
tocando. Puede que tengan algo de arlequín o de atracción de circo, pero al
tiempo son una muestra sorprende de virtuosismo en la música.
Ahora los hombres orquesta usan
loop station y efectos de sonido. Eso no les quita creatividad. Y cuando miro a
mi entorno, aquí en Medellín, el hombre orquesta que más me gusta tiene nombre
de molusco en tierra: Pulpomán.
Su mérito no está en hacer el ritmo
con la caja de la guitarra, doblar voces o sumar efectos. Ni siquiera está en
tocar tan bien las canciones de Radiohead. El mérito de Pulpomán está en la
consistencia. Agua, arena, noche, fuego, oscuridad. Creo que no hay otro
cantante en Medellín que se haya tomado tan a pecho ciertos referentes y los
haya hecho parte de su obra. Las canciones de este pulpo, aunque distintas,
navegan en el mismo mar, y es capaz de tocarlas solo sin que pierdan su oleaje.
No es usual, y es tremendo. Lo sentí
una vez con Goes, capitán de los espectáculos en solitario, y lo siento ahora
con este músico anfibio. Con la diferencia de que Pulpomán lo cuida todo: su
imagen con tentáculos en la cabeza, su sonido híbrido entre lo electrónico y lo
acústico, sus letras de piratas, y hasta su misma literatura, que de alguna
forma ronda sobre toda esta obsesión.
Creo que una de sus canciones lo
resume claro: “Solo puedo bailar tan bien”.