jueves, 28 de mayo de 2009
viernes, 8 de mayo de 2009
B side: el encanto de la corchea
Hace un minuto escribí: "Después del desgaste de grunge –lástima- y el ocaso del nu-metal –menos mal-, el rock debía encontrar salidas para airearse un poco. Y las encontró, como casi siempre pasa, mirando al pasado. Esta vez, a ese sonido de los setenta, tan lleno de ritmo, sin pretensiones exageradas, con algo de punk pero más elaborado. Un rock que provoca bailar aunque sin caer en cursilerías. Un sonido que varias bandas de Latinoamérica han sabido asimilar muy bien. Sin llegar a ser todo un “fenómeno” o un “movimiento”, es claro que mucho del rock de ahora encuentra más inspiración en el sonido básico de los setenta que en el de los explosivos y sobremaquillados ochenta. Para la muestra, estas tres cancioncitas de hoy. Bajos galopando en corcheas –turururururu-, baterías precisas y guitarras con distorsión. La maravillosa herencia de una década a la que le debemos mucho". Después, volví a escuchar las canciones y no estuve tan seguro de lo que decía. Es decir, no eran tan setenta como creía. Luego pensé: pero si de eso se tratan de las influencias, de tomar un poco de algo, no el todo. En fin, ya me perdonarán lo duditativo que amanecí hoy; las tres canciones me gustan -también recomiendo Mariposa, de Popper, y Trampas del poder, de Señornaranjo- e insisto: Dios bendiga esa década gloriosa que fueron los setenta.
jueves, 7 de mayo de 2009
Memorias de una mañana de revolución
- No, no, no –gritó-, ustedes no pueden hacer esto aquí.
Se refería, desde luego, a la grabación que estábamos a punto de comenzar, la del videoclip de canción “La rebelión en la granja”.
- Váyanse para otra parte –nos dijo.
Eso dañaba por completo nuestros planes, que eran los de filmar mientras la marcha del primero de mayo -que arrancaba desde el parque de La Milagrosa y bajaba por todo Ayacucho- se veía de fondo, mientras nosotros, en la mitad de la calle, tocábamos en primer plano. Pero con la policía en contra resultaba un problema ni el verraco. Significaba perder la llevaba de los instrumentos, el alquiler de la cámara, el montaje ensayado…
Entonces la gente que estaba por ahí, gente de a pie que iba a participar de la marcha, gente que no conocíamos, al ver lo sucedido comenzó a alegar con la policía.
- Pero si ellos son parte de la marcha –dijeron-, ellos son cultura.
La policía, ya no solo la mujer sino un grupo que se había unido ella, discutía:
- Ya la marcha está que llega, no pueden estar ahí.
Y la gente:
- Déjelos tocar, eso no interrumpe nada.
Mientras tanto nosotros permanecíamos ahí, observando la discusión, con todo montado pero dubitativos, entre el poder y la rebelión, bajo un cielo tímido que no sabía si convertirse en aguacero o abrirle paso al sol. Hasta que una señora que estaba allí riñendo con la policía nos dijo:
- Toquen, toquen. No les den gusto a éstos.
Nos miramos entre todos y sin pensarlo más comenzamos a tocar, mientras nuestros defensores seguían su alegato con la autoridad y la marcha caminaba unos metros más atrás.
- “Esta es la historia de una viejo cazador, que creía ser el amo y señor, y cuando llegó una tarde a su mansión se encontró una triste y muy gran revolución”.
Y aunque solo sonara la batería y los demás simplemente simuláramos un concierto de verdad, la gente, esa gente que estaba allí para lanzar su grito por la dignidad del trabajo, empezó a bailar y a cantar aunque no se supieran la letra, se hicieron parte de nosotros para más rabia de la policía, que tuvo que desistir de su intento de sacarnos.
- “Meeee, meeee, meee, meee”.
Y la marcha atrás, y nosotros tocando, y la cámara filmando, y la gente bailando. Todo espontáneamente, sin esperarlo. Un momento de esos imposibles de planear en un guión, sinceros. Llevados por el ritmo de una canción incompleta pero suficiente para hacer saltar el corazón. Con la policía a un lado, molesta, con la gente en nuestro bando, fue fácil comprender que todo en adelante saldría bien.
***
El video de “La rebelión en la granja” era un sueño aplazado. Lo habíamos comenzado a grabar hace un año, también en la marcha del primero de mayo, pero solo logramos unas tomas que, aunque significativas, no nos alcanzaban para los casi cinco minutos de la canción.
La idea de Juan Miguel y Diego, los directores del video, era una especie de historia con muchas locaciones y horas de filmación. Sin embargo, el bajísimo presupuesto con el que contábamos y las múltiples ocupaciones de todos fueron dilatando esta posibilidad, y al final el videoclip se fue postergado, casi hasta el punto de pensar en que no se terminaría.
Hasta que pasó un año y le dijimos a Juan Miguel: “Es ahora o no se hace, hermano”. Con la ayuda de Sandra Jiménez, que hizo las veces de productora general, nos conseguimos una cámara decente y un buen camarógrafo, y de un día para otro planeamos lo que sería la grabación. Aunque la palabra planear es inexacta: sabíamos que el rodaje sería en lo que Juan José Hoyos llama “El método salvaje”, que de alguna forma es tirarse al charco para ver qué sale. Todo esto es comprensible si se piensa que en medio de una marcha de esta, que casi siempre termina en peleas con la policía y a la que asiste más de 15 mil personas, es inútil pedir permiso, mucho menos acompañamiento policial.
Entonces, lo mejor era tratar de organizarnos entre nosotros y solicitar la ayuda de varios amigos de la banda. Llamamos a algunos de ellos para que nos apoyaran con el transporte de los instrumentos –sabíamos que tendríamos que correr con éstos en medio de la marcha- y conseguimos un carro prestado con un tío buenagente.
Todo fue un correr de aquí para allá en la mañana, transportando equipos, recogiendo amigos, planeando con el camarógrafo lo que sería la grabación. A diferencia del año pasado, la marcha de esta vez estaba plagada de policías, que nos requisaban en cada esquina.
- Y esa pinta es de qué –preguntaban algunos al ver mi sombrero.
- De rebelión en la granja –les decía.
Comenzamos la grabación hacia las diez y media de la mañana, y en adelante todo fue un agite impensable. Sabíamos que en cualquier momento la marcha se tornaría en pelea campal contra la policía, así que había que aprovechar cada segundo. Cada uno estaba encargado de cargar su instrumento y algo más –un amplificador, una parte de la batería-, y ni siquiera el director o el camarógrafo se salvaron de llevar algo al hombro.
Hacíamos una parada, armábamos el montaje, grabábamos la canción, mientras la marcha pasaba entre nosotros, mirándonos, gozando también. Luego desarmábamos y corríamos hacía otra locación.
En ningún momento la gente de la marcha nos miró mal, como intrusos. Por el contrario fuimos una parte más de los actos culturales que se planean dentro de esta celebración –no, señores derechistas del país, no todo en esta marcha son bombas y aerosol en las paredes-. La canción y los instrumentos se integraron a los gritos de protesta, otros músicos que viajaban en la marcha se unieron a nosotros por momentos, la cámara nunca fue un objeto intimidatorio.
Pasó lo que no esperábamos: que disfrutáramos la grabación como un concierto. Quizás fuera por la rapidez con que debíamos hacer todo –solo teníamos dos horas para las tomas-, lo cual le imprimía un vértigo especial a la filmación, o tal vez fuera porque la gente siempre fue muy cálida con nosotros, pero, en todo caso, se trató una experiencia sumamente divertida. Incluso para Henry, el camarógrafo, que se veía excitado con su cámara al hombro, y para los amigos de la banda, que corrieron sin descanso con los equipos a las espaldas.
Las últimas tomas –y a lo mejor las mejores- estaban pensadas para hacerlas en la avenida Oriental, con la marcha y la iglesia de San José de fondo. En adelante, solo faltarían algunas tomas de apoyo, de detalle.
Terminamos de cantar la canción en la Oriental y caminamos hacia el parque de San Antonio. Entonces comenzaron los estallidos de las papas bomba y la policía especial –como seguramente lo estaba esperando en toda la mañana- sacó su arsenal para desbaratar la marcha. Fue un momento caótico. Los gases lacrimógenos no dieron espera y la gente comenzó a correr. De un carro gigante disparaban chorros de agua a presión, con la que se hirió a varias personas.
Sin querer, nosotros, ataviados con instrumentos y cansados como si hubiéramos corrido una maratón, quedamos entre el Smad y la trifulca, llorando por culpa de los gases y sin saber qué hacer. El momento que no queríamos nos tomó por sorpresa y sin un plan de escape.
Al final, no vimos de otra que quedarnos en medio del parque de San Antonio, viendo correr a la gente, soportando los gases y con la policía enloquecida. Algunos encapuchados pasaban por nuestro lado; la policía robocop, también. Y nosotros ahí, quieticos, no vaya y fuera que nos dañaran una guitarra o un tambor. Por fortuna, nadie se percató de nosotros.
Al final los tombos, con sus métodos de agua a presión y gasesitos blancos, lograron aplacar las protestas; decidimos terminar allí mismo, en el parque, las tomas que nos faltaban. Habían pasado casi tres horas desde que comenzamos y nunca estuvimos quietos. Sudorosos ya, sin la misma energía del principio, después de haber visto todo lo que habíamos visto, no teníamos muchos ánimos de continuar. Así que cuando Henry dijo: “No voy más, estoy muy cansado”, le agradecimos con los ojos su gesto de rebeldía.
Al otro día, todos –camarógrafo, director, amigos, la banda en general- amanecimos tan molidos como si hubiéramos montado a caballo todo el día, después de años sin practicar. Sin embargo, era uno de esos dolores satisfactorios. Después del gusto, qué importaba la fatiga muscular.
No sabemos todavía cómo irá a quedar ese videoclip con marcha de fondo, pero, como dijo Alexis, uno de los amigos que se sudó la grabación, “pasamos tan bueno que lo que menos me importa ahora es el videoclip como tal”.
Tiene razón.
Se refería, desde luego, a la grabación que estábamos a punto de comenzar, la del videoclip de canción “La rebelión en la granja”.
- Váyanse para otra parte –nos dijo.
Eso dañaba por completo nuestros planes, que eran los de filmar mientras la marcha del primero de mayo -que arrancaba desde el parque de La Milagrosa y bajaba por todo Ayacucho- se veía de fondo, mientras nosotros, en la mitad de la calle, tocábamos en primer plano. Pero con la policía en contra resultaba un problema ni el verraco. Significaba perder la llevaba de los instrumentos, el alquiler de la cámara, el montaje ensayado…
Entonces la gente que estaba por ahí, gente de a pie que iba a participar de la marcha, gente que no conocíamos, al ver lo sucedido comenzó a alegar con la policía.
- Pero si ellos son parte de la marcha –dijeron-, ellos son cultura.
La policía, ya no solo la mujer sino un grupo que se había unido ella, discutía:
- Ya la marcha está que llega, no pueden estar ahí.
Y la gente:
- Déjelos tocar, eso no interrumpe nada.
Mientras tanto nosotros permanecíamos ahí, observando la discusión, con todo montado pero dubitativos, entre el poder y la rebelión, bajo un cielo tímido que no sabía si convertirse en aguacero o abrirle paso al sol. Hasta que una señora que estaba allí riñendo con la policía nos dijo:
- Toquen, toquen. No les den gusto a éstos.
Nos miramos entre todos y sin pensarlo más comenzamos a tocar, mientras nuestros defensores seguían su alegato con la autoridad y la marcha caminaba unos metros más atrás.
- “Esta es la historia de una viejo cazador, que creía ser el amo y señor, y cuando llegó una tarde a su mansión se encontró una triste y muy gran revolución”.
Y aunque solo sonara la batería y los demás simplemente simuláramos un concierto de verdad, la gente, esa gente que estaba allí para lanzar su grito por la dignidad del trabajo, empezó a bailar y a cantar aunque no se supieran la letra, se hicieron parte de nosotros para más rabia de la policía, que tuvo que desistir de su intento de sacarnos.
- “Meeee, meeee, meee, meee”.
Y la marcha atrás, y nosotros tocando, y la cámara filmando, y la gente bailando. Todo espontáneamente, sin esperarlo. Un momento de esos imposibles de planear en un guión, sinceros. Llevados por el ritmo de una canción incompleta pero suficiente para hacer saltar el corazón. Con la policía a un lado, molesta, con la gente en nuestro bando, fue fácil comprender que todo en adelante saldría bien.
***
El video de “La rebelión en la granja” era un sueño aplazado. Lo habíamos comenzado a grabar hace un año, también en la marcha del primero de mayo, pero solo logramos unas tomas que, aunque significativas, no nos alcanzaban para los casi cinco minutos de la canción.
La idea de Juan Miguel y Diego, los directores del video, era una especie de historia con muchas locaciones y horas de filmación. Sin embargo, el bajísimo presupuesto con el que contábamos y las múltiples ocupaciones de todos fueron dilatando esta posibilidad, y al final el videoclip se fue postergado, casi hasta el punto de pensar en que no se terminaría.
Hasta que pasó un año y le dijimos a Juan Miguel: “Es ahora o no se hace, hermano”. Con la ayuda de Sandra Jiménez, que hizo las veces de productora general, nos conseguimos una cámara decente y un buen camarógrafo, y de un día para otro planeamos lo que sería la grabación. Aunque la palabra planear es inexacta: sabíamos que el rodaje sería en lo que Juan José Hoyos llama “El método salvaje”, que de alguna forma es tirarse al charco para ver qué sale. Todo esto es comprensible si se piensa que en medio de una marcha de esta, que casi siempre termina en peleas con la policía y a la que asiste más de 15 mil personas, es inútil pedir permiso, mucho menos acompañamiento policial.
Entonces, lo mejor era tratar de organizarnos entre nosotros y solicitar la ayuda de varios amigos de la banda. Llamamos a algunos de ellos para que nos apoyaran con el transporte de los instrumentos –sabíamos que tendríamos que correr con éstos en medio de la marcha- y conseguimos un carro prestado con un tío buenagente.
Todo fue un correr de aquí para allá en la mañana, transportando equipos, recogiendo amigos, planeando con el camarógrafo lo que sería la grabación. A diferencia del año pasado, la marcha de esta vez estaba plagada de policías, que nos requisaban en cada esquina.
- Y esa pinta es de qué –preguntaban algunos al ver mi sombrero.
- De rebelión en la granja –les decía.
Comenzamos la grabación hacia las diez y media de la mañana, y en adelante todo fue un agite impensable. Sabíamos que en cualquier momento la marcha se tornaría en pelea campal contra la policía, así que había que aprovechar cada segundo. Cada uno estaba encargado de cargar su instrumento y algo más –un amplificador, una parte de la batería-, y ni siquiera el director o el camarógrafo se salvaron de llevar algo al hombro.
Hacíamos una parada, armábamos el montaje, grabábamos la canción, mientras la marcha pasaba entre nosotros, mirándonos, gozando también. Luego desarmábamos y corríamos hacía otra locación.
En ningún momento la gente de la marcha nos miró mal, como intrusos. Por el contrario fuimos una parte más de los actos culturales que se planean dentro de esta celebración –no, señores derechistas del país, no todo en esta marcha son bombas y aerosol en las paredes-. La canción y los instrumentos se integraron a los gritos de protesta, otros músicos que viajaban en la marcha se unieron a nosotros por momentos, la cámara nunca fue un objeto intimidatorio.
Pasó lo que no esperábamos: que disfrutáramos la grabación como un concierto. Quizás fuera por la rapidez con que debíamos hacer todo –solo teníamos dos horas para las tomas-, lo cual le imprimía un vértigo especial a la filmación, o tal vez fuera porque la gente siempre fue muy cálida con nosotros, pero, en todo caso, se trató una experiencia sumamente divertida. Incluso para Henry, el camarógrafo, que se veía excitado con su cámara al hombro, y para los amigos de la banda, que corrieron sin descanso con los equipos a las espaldas.
Las últimas tomas –y a lo mejor las mejores- estaban pensadas para hacerlas en la avenida Oriental, con la marcha y la iglesia de San José de fondo. En adelante, solo faltarían algunas tomas de apoyo, de detalle.
Terminamos de cantar la canción en la Oriental y caminamos hacia el parque de San Antonio. Entonces comenzaron los estallidos de las papas bomba y la policía especial –como seguramente lo estaba esperando en toda la mañana- sacó su arsenal para desbaratar la marcha. Fue un momento caótico. Los gases lacrimógenos no dieron espera y la gente comenzó a correr. De un carro gigante disparaban chorros de agua a presión, con la que se hirió a varias personas.
Sin querer, nosotros, ataviados con instrumentos y cansados como si hubiéramos corrido una maratón, quedamos entre el Smad y la trifulca, llorando por culpa de los gases y sin saber qué hacer. El momento que no queríamos nos tomó por sorpresa y sin un plan de escape.
Al final, no vimos de otra que quedarnos en medio del parque de San Antonio, viendo correr a la gente, soportando los gases y con la policía enloquecida. Algunos encapuchados pasaban por nuestro lado; la policía robocop, también. Y nosotros ahí, quieticos, no vaya y fuera que nos dañaran una guitarra o un tambor. Por fortuna, nadie se percató de nosotros.
Al final los tombos, con sus métodos de agua a presión y gasesitos blancos, lograron aplacar las protestas; decidimos terminar allí mismo, en el parque, las tomas que nos faltaban. Habían pasado casi tres horas desde que comenzamos y nunca estuvimos quietos. Sudorosos ya, sin la misma energía del principio, después de haber visto todo lo que habíamos visto, no teníamos muchos ánimos de continuar. Así que cuando Henry dijo: “No voy más, estoy muy cansado”, le agradecimos con los ojos su gesto de rebeldía.
Al otro día, todos –camarógrafo, director, amigos, la banda en general- amanecimos tan molidos como si hubiéramos montado a caballo todo el día, después de años sin practicar. Sin embargo, era uno de esos dolores satisfactorios. Después del gusto, qué importaba la fatiga muscular.
No sabemos todavía cómo irá a quedar ese videoclip con marcha de fondo, pero, como dijo Alexis, uno de los amigos que se sudó la grabación, “pasamos tan bueno que lo que menos me importa ahora es el videoclip como tal”.
Tiene razón.
domingo, 3 de mayo de 2009
B side: Fume y escriba (Ritmo Cartel)
La historia de Ritmo Cartel me la sé mal sabida, así que no se extrañen si la cuento mal contada aquí. Digamos que, en general, los datos que en esta columna aporte son meras suposiciones mías, así que no tienen por qué creerme del todo.
Como sea, creo que todo parte de Mulataje, una agrupación de hip hop que a principios de esta década revolcó la escena en la ciudad. Revolcó para bien, con letras que se salían de lo convencional en este género. Recuerdo que fue a ellos, a Mulataje, a los primeros que les escuché la palabra “empeliculao”, que terminaría siendo tan popular por estos lares. Usaban la zeta para todo, quebraban las palabras para darle otro sentido. Eran rudos y aun así inteligentes. “Mulatoz y malevoz, enpelicuaos con la escena medellinenze”. Sus canciones no eran un mero ritmo repetitivo al infinito: tenían guitarras, scratchs, bajo. Eran de la calle pero tenían estilo. Tipos sucios que sabían de lenguaje. Sacaron un disco genial.
Una vez, cierto día del año 2000, los vi ensayar en los estudios El Pez. Ellos tenían una traba tan monumental que cualquier hippie hubiera envidiado. Y no cantaban rap sino una vieja salsa, otro ritmo urbano que pega bien en Medellín. Así que cuando pocos meses después escuché que Mulataje se había transformado en orquesta me pareció natural.
Una vez, cierto día del año 2000, los vi ensayar en los estudios El Pez. Ellos tenían una traba tan monumental que cualquier hippie hubiera envidiado. Y no cantaban rap sino una vieja salsa, otro ritmo urbano que pega bien en Medellín. Así que cuando pocos meses después escuché que Mulataje se había transformado en orquesta me pareció natural.
Mulataje orquesta era salsa de la calle, dura. Sonido urbano que bastante necesitaba la ciudad. Sé que la orquesta viajó por varias ciudades del país, incluso de Suramérica, pero no le seguí mucho la pista.
Hasta que los vi convertidos en Ritmo Cartel, que era como la combinación de Mulataje con Mulataje orquesta, pero más ácidos, más jazz. Me costaba entender cómo lograban entonar sus rimas en esos ritmos alocados, de compases difíciles. Cómo el hip hop podía tener un contrabajo de fondo, un piano de cabaret. Pero lo hacían. No era un rap hablado como usualmente se usa; tenía, por el contrario, entonación, cadencia. Si bien siempre habían sido buenos en lo suyo, Mulataje, convertido en Ritmo Cartel, había madurado. Se les notaba la academia, academia mezclada con calle, con vida, que para una banda puede la mejor mezcla que haya.
Ritmo Cartel combinaba básicamente dos sonidos que poco tienen que ver con la música tradicional colombiana (el jazz y el hip hop) pero aun así lograban imprimirle un sonido propio, local. Una rareza que en Medellín casi nunca se ve.
Y quizás por eso, por adaptar tan bien sonidos del mundo al color local, fue que la Alcaldía de Medellín los invitó en 2006 a participar en el encuentro Medellín en Barcelona, que llevaba representantes artísticos de la ciudad hasta la península ibérica a presentarse. Una oportunidad maravillosa para cualquier músico de por acá.
Con lo que la Alcaldía no contaba es con que los chicos de Ritmo Cartel decidieran quedarse. Así, sin papeles en regla, sin plata, sin permiso, creando, de paso, un pequeño problema diplomático (imagínense: uno lleva unos músicos a un evento, para hacer quedar bien a la ciudad, y los verraquitos se vuelan; dicen: la vida por allá en Medallo está muy dura, yo mejor me quedo en la puta madre patria. ¿Uno qué le dice al alcalde? “¿Parce, esos manes se quedaron?” Ja, la cara que habrá puesto el Fajado. Je, la rabia del cónsul. Ji, el estrés de la organizadora del encuentro. Jo, qué golazo el que metió Ritmo Cartel). Pero qué más se iba a hacer, si era una oportunidad única para ellos (que con esa cara de raperos no les iban a dar visa nunca); qué más se iba a hacer, si es la realidad de nuestra tierra, la de tener que buscar oportunidades en otros lados. Y así pues, sin nada, se quedaron (Fredy Serna, que andaba por allá en esos días en una pasantía artística, los acogió en su apartamento el primer mes).
Y no sé de qué vivan allá, si son meseros o recicladores, si lavan platos en un restaurante y tiene que soportar la xenofobia. Lo que sí sé, lo que se ve en las fotos, lo que se escucha en las canciones, lo que en verdad importa, es que no han dejado de hacer música, que siguen siendo Ritmo Cartel aquí o en cualquier parte. Y siguen teniendo ese sabor local que los hace únicos.
Así lo demuestra esta canción que hoy recomiendo: Fume y escriba (www.myspace.com/ritmocartel), una especie de declaración de principios, un canto de amor al hachís, una muestra de que a veces –muchas veces- los vicios aportan al arte. “Que no falte la bareta en mis manos, que no falten las baquetas en mis manos”.
Acid jazz con sabor a popular No. 8, de medellinenze o barceloniza, empeliculaos con el arte, vivos. Dándole a la música siguen los Ritmo Cartel. No importa dónde, no importa cómo. Importa, eso sí, lo sincero que se es. Y Ritmo Cartel lo es. Porque “aunque critiquen como yo viva, yo siempre estaré fume y escriba”.
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