lunes, 26 de mayo de 2008

viernes, 16 de mayo de 2008

A la sombra del olvido

- ¿Está seguro?


- Claro, hombre –dice el sepulturero-: esta es la tumba de los hermanos Hernández.

Resulta difícil de creer. ¿Cómo es que este bloque de cemento a ras de tierra, sin inscripción alguna, sin flores frescas ni marchitas, sin mayor honor, sea la tumba de los primeros exponentes internacionales de nuestra música andina?


- Pero parece que la van a restaurar –comenta el sepulturero al ver mi decepción.


- Parece, claro –digo entre dientes, irónico, algo triste.


Es un sábado gris en Aguadas. Un sol que desde aquí se ve blanco como una luna llena se esconde tras la bruma. No sabe uno si va a llover o no. El clima en este pueblo es engañoso.


- ¿Y usted sabe quiénes fueron? –le pregunto al sepulturero.


- ¿Quiénes? ¿Ellos, los Hernández? Claro, hombre –dice con orgullo-: unos músicos los verracos.


- ¿Pero los ha escuchado?


El sepulturero guarda silencio. Piensa. Y dice:


- Pues la verdad, no. Pero que fueron unos verracos, fueron unos verracos. Eso es lo que dicen.


Esto es, en general, lo que se sabe en sobre los hermanos Hernández. Acaso algunos sepan que recorrieron continentes ofreciendo recitales o que inventaron instrumentos, pero de su música se conoce muy poco. Casi nada. Pienso entonces en una de las prosas apátridas de Juan Ramón Ribeyro, aquella que dice: “Como el centenario, nada nos llevaremos, ni la ropa sucia, ni el tesoro. Algunos dejarán la obra, es verdad. Será lindamente editada. Luego curiosidad de algún coleccionista. Más tarde la cita de un erudito. Al final algo menos que un nombre: una ignorancia”.




Salgo del cementerio caminando entre la bruma, pensando en los Hernández. Verracos, ellos, sí. Héctor, Gonzalo y Francisco, los tres reyes magos de la música colombiana, como alguna vez fueron llamados. Máximos cultores del folclor indoamericano, los calificó en su momento el New York Times.


Aguadeños los tres. Héctor, el mayor, nacido en 1898, llegó a considerársele como el mejor guitarrista latinoamericano; Gonzalo, nacido un año más tarde, compositor insigne e instrumentista eficaz de su tiple polifónico; y Francisco, también compositor, elegante en su bandola, nacido en 1903.


Ellos, los hermanos Hernández, algo feos y bastante aventureros, aprendieron a tocar desde muy chicos gracias a su madre y a sus tíos, hicieron parte del coro de la iglesia de este pueblo, ofrecieron sus primeras serenatas por las calles coloniales de una Aguadas aún campesina.


Hasta que en 1921 marcharon hacia Manizales y otro panorama se abrió ante sus ojos. El talento de este trío no pasó desapercibido y comenzó entonces una época de conciertos y de viajes, época que duraría más de 20 años y que los llevó a conocer otros ritmos y países.


De Manizales a Honda, de allí a Barranquilla, de Barranquilla a la Costa Atlántica, de un lugar a otro, los hermanos Hernández ofrecían conciertos que fueron siempre aplaudidos ya fuera por sus buenas interpretaciones o por el innovador serrucho melódico, un invento de Héctor consistente en sacarle notas armoniosas a un inocente serrucho, notas que bien podían llevar la melodía de una obra clásica, de un pasillo o de un ritmo costero. “¡En las raras lamentaciones de un simple serrucho de carpintero, se escapan sonido quejumbrosos, semihumanos… melodías emotivas… acariciantes…”, escribiría maravillado un periodista mexicano luego de uno de los conciertos.


Los hermanos Hernández viajaron por Venezuela, por Colombia, por Costa Rica, por Puerto Rico, por Haití, Santo Domingo, Cuba, México… Alternaron presentaciones con Margarita Cueto y Agustín Magaldi, fueron amigos de Carlos Gardel. Sus conciertos eran una mezcla de música clásica, música colombiana y música de la región que visitaban. Así, podían comenzar con arias de ópera como la Visi d´arte de Tosca, en el intermedio interpretar el pasillo Cadenita de Oro y terminar con Juan Talamera, si estaban en Cuba, o con Allá en el Racho Grande, si el concierto era en México.


Esta capacidad de adaptarse a los ritmos de cada país, esa mezcla de clasiquismo y sonidos populares, su interés por aprender a tocar nuevos instrumentos, le dio un aire universal a sus interpretaciones, siempre resaltando el hecho de que eran colombianos. “Los infinitos matices de una orquesta reproducidos magistralmente por un tiple, una bandola y una guitarra colombianos”, escribió acerca de ellos el periodista Dan Malone del Filadelfia Inquirer.


De México pasaron a Estados Unidos, donde vivieron doce años y se desarrolló la parte más importante de sus carreras. Debutaron en Broadway, musicalizaron películas como Ramona y Simón Bolívar, llegaron a tocar en teatros tan conocidos como el Capitolio, el Paramount, el Palacé, el Rivoli y el Roxy, y en ciudades como San Diego, Tucson, Denver, Chicago, Cleveland, Maimi y Atlanta, entre muchas otras; grabaron canciones para la R.C.A. Victor y la C.B.S, e incluso ofrecieron recitales para la Unión Panamericana y frente a presidentes como Hoover y Roosevelt.


El Gobierno colombiano los nombró agregados culturales y divulgadores oficiales de la cultura musical de nuestro país. Luego, ofrecieron conciertos en ciudades de Portugal y España, y en otras como en Marsella, Lyos, Niza, Burdeos, Estrasburgo, Grenoble y Ruan; viajaron por Italia, Inglaterra y el norte de África, y en Suramérica ofrecieron recitales en Brasil, Uruguay, Argentina, Chile, Perú y Ecuador. “Los hermanos Hernández son a su tiempo lo que son hoy Juanes y Shakira, con el agregado de valentía, de su capacidad de abrirse caminos, de ser los primeros artistas en Colombia en sacar la música andina a todo el mundo, de inventar instrumentos como el serrucho melódico y el botellófono, y de aprender a tocar otros como el split, el xilófono o el violín chino”, me comentaría luego Gustavo Jaramillo, uno de los pocos aguadeños conocedores de la obra musical de estos intérpretes.


De regreso a Colombia, hacia 1936, fundaron la sociedad Sayco, por la defensa de los derechos de autor, y una academia de música en Bogotá. Pero en 1948 llegaría la muerte de Héctor, lo que le dio fin al trío. Hacia 1958 murió Gonzalo y 12 años más tarde Pacho. Y ahora uno a va a su tumba y se pregunta: ¿así es como termina todo? ¿Por qué en este país será tan fuerte la sombra del olvido?