miércoles, 28 de noviembre de 2007

¿A qué suena Medellín?

No es la primera vez que escucho algo así. El locutor de radio dice “Vamos a poner canción que tiene el típico sonido rock de Medellín”. Lo acaba de decir, por ejemplo, uno de Radiónica, en el programa Demo Stéreo. Y siempre me genera la misma pregunta: ¿Y cuál es ese típico sonido que a los bogotanos les parece tan obvio?

Hasta ahora no tengo respuesta.

Porque pareciera entonces que todas las bandas de rock de esta tierra sonaran a lo mismo, cuando, por otro lado, se habla mucho de la variedad musical de la capital de Antioquia.

Así que esta columnita tiene el propósito de ser interactiva, digamos, adaptándonos al medio. La pregunta ya está planteada: ¿A qué suena Medellín? ¿Sí será tan cierto eso de un sonido típico? ¿O hablarán más bien de la calidad de la grabación?

Y es cierto: muchos no hablan del “rock hecho en Medellín” sino del “rock de Medellín” como si eso fuera un género como tal con ciertas características claras. ¿Será eso cierto? ¿Habrá alguien que me responda?


Y ya que hablamos de nuestro rock, voy a darme una licencia para contarles, al mejor estilo de una revista de vanidades, mi Top 10 de los álbunes grabados en Medellín. Quizás de aquí salga también otra discusión, y eso estaría bien. Entonces, aprovechando la ocasión preguntona, ¿cuáles son los álbunes de rock en Medellín que a ustedes (uno o dos lectores que tengo) les gustan más? Los míos son (y lo más difícil es darle órden de importancia), en el puesto 10. Los árboles, de la banda con este mismo nombre, uno de los más desconocidos e inteligentes discos producidos en esta tierra. Un sonido rock suave, atrevido, cargado de detalles sonoros y experimentación con otros instrumentos. Una “rareza” que hace mucho no se repite. 9. Rojo sobre rojo, de Estados Alterados, quizás el álbum mejor grabado de esta banda, con buenas canciones como Te veré y Fiebre de Marzo, que cerraron la carrera de este grupo que muchos comparaban con Depeche Mode. La carátula es hermosa también. 8. Niño Gigante, Ekhymosis: El primer disco de esta banda me recuerda mucho al álbum negro de Metallica. Si bien no está muy bien grabado, su crudeza, sus letras, la calidad de las guitarras, hacen que sea mi favorito. Ninguna versión de Solo ha logrado superar la primera. 7. Huella y camino, Kraken: No es fácil que un algún álbum en vivo salga bien, sin embargo este de Kraken quedó tan bueno que lo prefiero incluso a los de estudio. Están las canciones que deben estar, con un sonido vivo y el estilo de una banda hasta ahora insuperable. Las letras son buenas y las guitarras sí que más, hasta el punto de no entender por qué esta banda no llegó a ser un éxito internacional si, de alguna forma, lo tenía todo. 6. El camino, de Coffee Makers: Uno cree, en primera instancia, que los Coffee son “Sábado en la noche” y mucho Ska. Nada más equivocado. Son mucho más, un sonido regge y dub, canciones instrumentales de buen sonido y variedad musical. Otra banda que, si la vida fuera justa, debería estar ahora mismo de gira por Europa. 5. Carne trémula, Nadie: Un álbum crudo, en un punk que no se encasilla. 4. La identidad en el caos, Frankie ha muerto: A pesar de que esta banda ya va por su tercer álbum, el segundo es el que más me gusta, un disco compacto, original, oscuro. Las letras de Fabio Garrido poseen poesía y vienen acompañadas de una música que se ajusta a ellas. A Baudelare le hubiera encantado. 3. Parlantes: uno de los discos más juguetones, mejor grabados y más originales que se hayan hecho en Medellín. El estilo de Camilo Suárez es muy particular, con referencias literarias y coqueteos con la música colombiana que le quedan muy bien. Una verdadera joya musical, como dirían los promotores. 2. Los días adelante, Bajo tierra: Una banda que siempre ha ido a la delantera y que lo demuestra con su tercer álbum, editado en el 2005. Los días adelante recuerda a cierto sonido ochentero, con voces sobre dobladas y guitarras melódicas. Para muchos es el mejor álbum de esta banda, aunque... 1. Lavandería real signifique un momento especial en el rock de esta tierra. De alguna forma, debe ser ese estilo lo que los de afuera encasillan como el “rock de Medellín”, supongo: un rock urbano, rítmico, hecho para los bares y para el baile.

Y la ñapa: álbunes que no alcanzan a entrar en este listado pero que también me gustan mucho: Eléctrico y doméstico, de El pez, y los de Los Insectos, Burkina y de Bruces a mí.

Y repito las preguntas, en esta columna atípica: ¿a ustedes qué álbunes les gusta? ¿Qué es eso del rock de Medellín?

El que responda se gana un yoyo.

lunes, 19 de noviembre de 2007

El valor de resistir

Hay ensayos sosos, imbéciles, lacónicos, insustanciales. Ensayos donde cada nota trae un desafine y las canciones se convierten en un enredo disonante.

Hay ensayos buenos, muchos, pero hay ensayos muertos también.

Son los peores momentos para la banda. Los ensayos son como el sexo en la pareja: si funciona bien, hay salvación; si el sexo es malo, algo en el corazón se rompe.

El de ayer fue uno de los peores ensayos. Juan Miguel ni siquiera se apareció y Fáber estaba disgustado; Óscar se sentía deprimido y Juan se encontraba enguayabado y somnoliento.

Como podría esperarse, las canciones sonaron a mierda.

Entonces vienen las peleas, la sensación de que el grupo no va para ninguna parte. Cada palabra que alguno lanza sólo crea mal ambiente, y en serio dan ganas de tomar tu instrumento y marcharse a donde sea.

No sé de dónde sale la idea esa de que los grupos de rock siempre se están divirtiendo. La verdad, por lo que he visto, es mucho el tiempo que sigues tocando sólo por un acto masoquista. Estar en una banda puede convertirlo a uno en un potencial asesino. ¿Y las victimas?: Tus compañeros.

Pero de eso se trata: de aguantar. He conocido montones de bandas buenas que no llegan ni a grabar su primer álbum porque las rivalidades y la falta de orden no las dejaron. Podría decir, sin temor a equivocarme, que son cerca del 90 por ciento.

Mientras que hay otras que tiene el mérito de la resistencia. Y al final resultan con algo. ¿Por qué? Ya lo dije: R-E-S-I-S-T-E-N-C-I-A.

Hasta ahora no sé que hacer en caso de un mal ensayo, como tampoco es fácil salvar la relación cuando el sexo falla.

Lo mejor –me digo- es esperar, aguantar, regresar a los ocho días y volver a intentarlo. A veces pasa que después de un mal polvo el que viene resulta sorprendentemente fabuloso.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Una nostalgia con scratch

Recuerdo bien aquellos discos. Grandes, tentadores. Mi primo Leonardo, que había tenido una tienda de música en Apartadó, guardó muchos de ellos. Y ahí estaban, en su casa, en una repisa café entre libros y artesanías. Tenía mucho de Led Zeppelin y de Queen. Algo de los Beatles y de los Rolling. Y mucho, mucho de metal.

Recuerdo bien aquellas carátulas. La del cisne blanco de A nigt at the opera y la del prisma de Dark side of the moon. Pero la más bella de todas, la más colorida, la más particular, era la del Sargent Peppers, con ese montón de personajes alineados y los Beatles, ya hechos unos hippies, en el centro de todo.

No había tocadiscos en aquella casa, paradójicamente. Pero sin haber escuchado Bohemian rhapsody o I cat get no satisfaction a mí, a mis siete años, ya me gustaba el rock and roll. Me gustaba por lo que veía: esas portadas grandes en cartón, los dibujos sicodélicos de los discos de Jimi Hendrix, el olor industrial del acetato.

Sin embargo, algunas de aquellas carátulas daban miedo, sobre todo esas que mostraban el infierno o las que hacían una parodia de la iconografía cristiana: eso las volvía temerarias y tentadoras.

Los discos venían entre una bolsa de plástico, y estaban prácticamente nuevos. Eran brillantes, sin rayones. Yo volvía a ver aquellas carátulas, y sin haber escuchado lo que contenían dentro sabía que era rebelde y peligroso. Era lo que la gente llamaba, con suma ignorancia, “música metálica” o “música de locos”. Era una fascinación.

Entonces compré mi primer disco –nada rebelde ni peligrosos por cierto, pero en fin-: La Negra Tomasa, de Caifanes. Un cochino demo de cuatro canciones donde las tres primeras eran la misma negra en tres versiones. Luego vino uno que sí me trajo más alegría: La cultura de la basura, de Prisioneros. Y después uno de Queen.

Soy de la generación del cassette, del cassette pirata sobre todo. Pero de niño me tocó lo último del acetato. Gocé, como el infante que era, con esa colección de rock en español que Postobón hizo en el 89. Aún conservo aquellos discos de 45 revoluciones, y aún Soy un animal sigue siendo una de mis canciones favoritas.

Pero el caso es que aquellos discos sí que eran discos. Quiero decir: eran un material táctil, olfateable, observable. Y quizás parezca una nostalgia inocua esta que tengo hoy, pero no dejo de pensar en que con la digitalización de la música algo en el mundo del rock murió irremediablemente. Y no hablo de la desgracia en que cayó la industria del acetato, hablo de la posibilidad de tocar, de tener la música en las manos.

Una de mis mayores frustraciones como melómano fue comprar el Sargento Pimienta en cd: ya no era lo mismo. Uno ya no podía reconocer quién era quién en aquella caratulita de diez por diez. Ya no era tan intenso el color ni tan llamativo el diseño.

Claro, la música estaba ahí, y seguramente remasterizada. Pero el disco, eso que uno tiene en sus manos antes de escucharlo, resultaba una decepción.

El remate de todo esto vino con el Mp3: 500 canciones en un mismo cd. Sin carátula, sin librillo, sin orden, sin aroma. Y luego el Ipod. Es como los libros bajados de internet: el material es el mismo, y suena delicioso, pero es menos vivo en su conjunto. Gris.

Dicen los analistas de mercado que el consumidor de ahora ya no escucha álbunes sino canciones. Es decir que pica aquí y pica allá, de un artista a otro, conociendo de todos un poco pero nada en totalidad. Baja una canción de moda y paga un dólar por ella. Con eso es suficiente.

Nada más triste, me parece.

Porque un disco –un disco sincero, en el que los músicos ponen su sangre- es como una novela, o un libro de cuentos donde cada uno mantiene una relación con el otro a pesar de que versen sobre argumentos distintos. Hasta el diseño y el librillo van conectados con ese todo.

No están hechos –si son sinceros, repito- para que el oyente se siente a escuchar una sola canción. La idea es que provoque escucharlas todas, hasta las más experimentales y anti comerciales, aunque no todas le gusten.

Me parece curioso que casi todas mis amigas tengan en su computador la canción Penélope, de Robi Draco, y no todo el álbum. “Hacer una canción es fácil -les digo-, hacer todo un disco bueno es una rareza. Por eso, en el caso del Vagabundo, lo mejor será escucharlo todo, del primero al último corte”.

Lo mismo podría decir con el álbum Blanco de The Beatles o el Negro de Metallica. Son discos, no canciones.

Son un momento en la vida del artista que necesitó ese número de cortes para describirlo. Sin son diez, está bien; sin son más de 20, como en Honestidad Brutal, también.

Por eso no compro colecciones de MP3 ni revolturas en DVD ni “las 30 mejores canciones de los ochenta” o los “20 grandes éxitos de…”, porque siendo que, de alguna forma, insulto al autor. O me voy con una imagen sesgada: la que deja una sola canción, que suele ser la que escogió la casa disquera para promocionar. Es decir, la más aburrida y comercial. Y se pierde uno de los casi siempre sorprendentes B side, menos radiables pero más ingeniosos.

Y se pierde uno del diseño. De la fotografía. Pero sobre todo, de la posibilidad de escuchar un álbum en su conjunto, ese pedazo de vida dividido cortes y pensado para que fuera así.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Con sabor de bar


Nada supera a los conciertos de bar, a la cerveza de mano en mano, a ese sonido mediocre que sin embargo resulta visceral, directo, lleno de reverberación y ruido. Nada como la posibilidad de que el público se suba a la tarima y cante con uno, y que las chicas se meneen a un paso de ti mientras tocas.


Nada como lo remates de concierto, en la casa de algún borracho enamorado de tu banda, o entre besos furtivos de una inesperada admiradora.


En los conciertos de bar sigues siendo un ser humano, no un semi-dios inalcanzable; en los conciertos de bar puedes dejar que otro cante o tome tu guitarra y toque; en los conciertos de bar aceptas tragos gratuitos por todas partes.


Resulta fácil que otra banda desee hacer una sesión de improvisación con la tuya, o que quieras experimentar una tonada que nunca antes habían ensayado.


En los conciertos de bar puedes decir lo que quieras, tocar lo que quieras, sin cláusulas contractuales ni amenazas de Saico y Acimpro; puedes escupir tu rabia o declararle el amor al mundo; puedes besar, puedes tocar, descansar, volver a subir, mandarlo todo a la mierda y regresar a pedir perdón.


En los conciertos de bar tu banda suele ser más sincera.


Y hablo desde la ignorancia, claro, porque jamás he probado los grandes conciertos. No sé lo que es tener miles de personas frente a uno, ni que coreen al unísono una de tus canciones. Sin embargo, éstos, los grandes conciertos, se me hacen más artificiales en medio de su espectacularidad, con demasiadas luces sobre uno, demasiados requerimientos técnicos, demasiados periodistas esperando que digas la frase de siempre, mánagers impetuosos buscando sacar provecho, vallas publicitarias anunciando la nueva cerveza sin alcohol, presentadores de turno con sonrisas de quinientos dientes, roodies apurados poniendo todo en su sitio, abogados del mundo de la música anhelando tus errores para cobrar compensaciones, y tú, en medio de todo eso, tan puesto en su sitio, tan sobrio, tan organizado, tan cohibido. Y la gente, el fin de todo esto, allá, lejos, a pesar de sus manos levantas, de sus voces en coro, lejos.


Difícilmente podrás abrazarlos a todos, y si alguien se sube a cantar contigo, un gorila de barba en candado llegará a retirarlo antes que termine la primera frase.


En un gran concierto no eres tú: eres la imagen de lo que otros quieren que seas.


Quizás esté equivocado (de eso también se trata). Pero ahora que escribo de todo esto y que tengo el sabor del concierto de anoche fresquito en mi memoria, comprendo bien a Woody Allen, quien en su gira por Europa con su banda de jazz –ya saben: teatros a reventar, entrevistas por doquier- no hizo otra cosa que rememorar con nostalgia aquellos años en la década de los cincuenta, en la que era un simple humorista que tocaba el clarinete todos los viernes por la noche en un bar de Nueva York.