domingo, 31 de julio de 2016

Hubiéramos querido bailar

Youtube le hace bien a los nostálgicos. A veces, sin esperarlo, encontramos una canción perdida que alguien tuvo la generosa voluntad de montar. Canciones de nuestra adolescencia, cuando los gustos se definen. Canciones casi olvidadas que sin embargo hicieron parte de nuestra banda sonora. O nuevas-viejas canciones, que no llegaron a nuestros oídos cuando debían –a lo mejor porque no sonaron en las emisoras o porque en los casetes que pirateamos no estaban– pero que tienen esa estética de Medellín a finales de los noventa en que el rock se bailaba. A estas últimas quiero referirme hoy: canciones que no escuché cuando salieron –maldita sea: todo concierto perdido es una gran experiencia sin vivir– y que ahora me lamento. Grupos buenísimos que ensayaban en la otra esquina. Exitazos de barrio que conocieron dos o tres. Hits que nunca fueron y que debieron haber sido. Canciones que nunca canté con mis amigos, y que de seguro nos hubieran encantado*.

El Sótano: Yo maté a John Lennon
Tengo un leve, levísimo recuerdo de esta banda. Acaso de algún afiche promocional en un bar o de una mención muy fugaz en un periódico. Pero no de su música que hasta ahora me llega con esta canción buenísima, medio funk, provocadora. “Yo maté a John Lennon, soy un trozo despreciable de humanidad”. Y sin pensarlo mucho bailamos sobre la tumba del beatle porque esa guitarra con efecto wah nos conduce y ese bajo eslapiado provoca azotar baldosa. Todo es un juego, no hay que tomárselo muy a pecho. Y sin embargo, entre tapatí y tapatá, verdades de antes que siguen siendo lamentablemente actuales, quizás mucho más: “Me preguntas por qué lo hiciste. Lo hice por la fama. Ahora todo el mundo me reconocerá”.
Sí: Yo maté a John Lennon. “Y aún guardo el Smith & Wesson 38, por si lo quieres acompañar”.


Los Árboles: Perro viejo
El efecto de Los Árboles es curioso. No conozco otra banda del rock local que haya ganado tantos seguidores después de muerta. Hasta el punto de creer que tiene más fans ahora que en su momento de mayor actividad. Pocos fueron a sus conciertos, menos compraron su disco –una placa impecable: la combinación de la densidad y la simplicidad en un mismo repertorio–, y a pesar de todo, gracias a una distribución tardía o a un voz a voz entre borrachos de bar, desde hace unos años para acá Los Árboles crecen y crecen, se escuchan en las fiestas, son los infaltables en los especiales sobre el rock de Medellín. El álbum no tiene presa mala: desde el sonido arrullante de El Mar hasta el bailable Jonás. Y claro, cómo no, este Perro viejo anarquista, con esa línea de contrabajo tan bella. No es un descubrimiento nuevo, digamos, pero es una canción que me hubiera gustado cantar a los gritos en algún concierto en la calle. ¿Dónde estábamos cuando Los Árboles tocaban por ahí?  


El Chispero: Dios
Solo basta ver a ese vocalista: los ojos que se desorbitan, el paso de títere al bailar, la voz engolada, las ganas de dejarlo todo por una canción. “No soy Dios, pero lo intento”. Hijos de Juanita Dientes Verdes, la presencia de El Chispero fue fugaz y divertida. Una banda cachonda, con un frontman de lo más particular. Un demo de 1999 y algunas canciones pegajosas. Cuando llamé a El Chata a preguntarle por este grupo, lo único que recordaba era una fiesta. No una en particular, sino una en general: una fiesta de dos años que se llamó El Chispero. Suertudos los que lo vieron en Rock a lo Paisa en el 2000. Los que no, nos queda esta golosina visual (por cierto, cuánto bien le hace Román González a la memoria de nuestro rock con su canal de Youtube): Musinet de final de siglo, el público tímido que no sabe si aplaudir luego de que Camilo dice “Este tema está dedicado a Dios, jum jum”, el corista más inútil que se haya visto, las calcomanías en los instrumentos cuando eran algo cool, la camiseta debajo de la camisa. Días posgrunge y numetal, en los últimos estertores de aquel sonido bailable y urbano que llegó a conocerse como el Rock de Medellín. Una etiqueta inexacta, desde luego, aunque fuera innegable que entre Bajotierra y El Pez se popularizó una especie de sonido de esta ciudad que de alguna forma estas bandas que hoy reseñamos complementan.


Por eso, como Bonus Track, pongo Fiesta en el temor, que jamás me tocó en vivo. Ni Territorio betamax, que sí llegaron a tocar pero tampoco me tocó. Pintaba bien el Disco Tres de El Pez, que nunca vio la luz aunque alcanzaron a grabar algunas canciones. Mejores, sin duda, que Superdotado.
Pero ese, me temo, es otro tema.



*¿Acaso usted bailó alguna de estas canciones, con esa descoordinación propia de los roqueros al bailar? Lo envidio.

sábado, 23 de julio de 2016

Cojones

Existen productores que explican cómo crear un hit wonder, teorías sobre armonía, melodía y ritmo, incluso estudios estadísticos sobre qué tiene que tener una canción para que pegue. Pero no existe –no puede existir– algo que explique cómo componer con cojones. Y si existe, es tan fácil –tan complejo– como decir: pon toda tu mierda ahí, sé sincero. De alguna forma no siempre fácil de explicar, uno sabe cuándo una canción tiene grito; cuándo quien la creó puso sus vísceras en juego y apostó el mundo por un verso. ¿Me hago entender? Piensen en La despedida, de Páez; en I Want You (She's So Heavy), de Lennon; en La Chacona de Bach. No tiene que ser una canción de amor –puede ser incluso un estudio instrumental– y sin embargo debe ser tan jodidamente avasallante que no quepa dudas. ¿De qué? De eso: de que hay algo real ahí: el viaje al centro de tu propia noche. Hablo de Robi en el Vagabundo, de Amy en su Back to Black, de Brahms en su réquiem alemán. Hablo Kurt Cobain cantando All Apologies o de Juancho Polo Valencia que sobre la tumba de su mujer compuso, lleno de rencor al cielo, como Dios en la tierra no tiene amigos /como no tiene amigos que lo quieran, / tanto le pido y le pido ¡ay hombe! / se llevó a mi compañera. A eso me refiero, cojones. A meterle ganas, tripas, corazón. Por eso cuando Fernando me preguntó qué venía –después de un guitarrista que se salió, de un baterista tambaleante, de unas canciones que ya nos aburren– solo se me ocurrió decirle: “No sé, mi hermano, no me importa. Tan solo quiero que lo venga tenga cojones”.

sábado, 16 de julio de 2016

¿De quién son las canciones?



Las discusiones alrededor del tema de los derechos de autor han tratado de regular este asunto, y aun así los límites son difusos. Entre la idea original, la letra, la musicalización, la interpretación, el aporte colectivo, el homenaje, la cita, la paráfrasis, el loop, los arreglos, la influencia, la producción musical, en fin, una canción puede tener tantas fichas que a veces reconocer el autor absoluto es complicado. ¿De quién son nuestras canciones?, le pregunto a Fáber por el chat, y me habla de la ironía de que a pesar del aporte de todos, en nuestro caso se reconozca la autoría solo a quien lleve la maqueta al ensayo.
No ha sido motivo de peleas jamás, a lo mejor porque nunca ha habido plata de por medio. Y creo que ese es el punto: el vil metal, que lo ensucia todo, genera distancias donde antes había acuerdos. Sin billete en juego, la creación colectiva es el reino de la cheveridad. Como en una fiesta swinger, damos lo nuestro y tomamos lo tuyo. Pero en el momento en que la caja registradora suena, queremos que nuestro aporte sume pesos, el ego se infla, la vanidad nos corroe.
Eso no responde a la pregunta inicial, de todas formas. ¿De quién son las canciones? ¿Puedo decir que Tierra y olvido es mía cuando la letra es una adaptación de un poema, cuando el coro lo puso Juan, cuando el riff que la hace característica es de Óscar? ¿Puede decir Juan que Mundo de fuego es suya cuando Óscar aportó la música y los demás la interpretación? Betty Boop era un piropo que yo cantaba –¡piropo que por demás no es mío!–; Fáber se aburría del mismo círculo musical y me obligó –a buena hora– a cambiar la tonalidad después del coro; Leonardo hizo los arreglos de viento, y en fin.
Óscar es quizás el más estructurado: lleva la propuesta de punta a punta, y las variaciones son en realidad mínimas. Yo soy todo lo contrario. Rara vez se me ocurre una estructura completa. Si mucho, llevo una idea, un verso inicial sobre el cual trabajar, una base, y es en el aporte de todos en que se vuelve canción. Y también están las composiciones que nacen de cero –momentos de veras divertidos–: llegar al ensayo sin ideas preconcebidas, improvisar y ver qué pasa. Y a veces pasa. Noche, Espejismo, nacieron así.   
¿De quién son las canciones? La rebelión en la granja (que entre otras cosas es la adaptación tropical de la novela de Orwell) era La-Canción-Menos-Importante-Entre-Las-Canciones-Menos-Importantes que teníamos. Hasta que llegó Un-Grupo-Muy-Importante-De-Punk a decirnos que le iba a hacer una versión. Como el Grupo-Muy-Importante-De-Punk era enormemente más famoso que nosotros (de hecho, cualquiera es más famoso que nosotros) ahí sí la La-Canción-Menos-Importante-Nos-Importó-Mucho porque la gente la iba a reconocer como una composición de ellos y no nuestra. Ah, vanidad de vanidades. 
Y volvemos al punto inicial. ¿De quién son las canciones?  Toda esta discusión nació a partir de una columna de Joselo en Excelsior sobre el caso de Mike Joyce, baterista de The Smiths (http://www.excelsior.com.mx/opinion/joselo/2016/07/15/1105074). Un asunto –el de las autorías–, que en la literatura se ha discutido más y mejor (ver, para ejemplos cercanos: http://blogs.eltiempo.com/los-impresentables/2016/07/11/david-betancourt-o-el-arte-de-copiar/) y que entre tantas versiones y verdades termina por reinar lo inconcluso. Parecía un tema lejano cuando comenzamos a discutirlo ayer, pero ya vimos que no tanto. Y como una serpiente que se come la cola, dimos la vuelta mientras la pregunta sigue ahí.

viernes, 8 de julio de 2016

Últimas canciones, primeros días



No sé cómo mueren las bandas de rock, pero sé cómo muere esta, y es lo que voy a contar.
Desde hace meses había reservado el post número cien de este blog para la despedida. Para cerrar, al fin, esta página que fue cayendo a menos. Solo que estábamos tan cansados de todo que ni ganas de despedirnos teníamos.
-          ¿Cansados de todo?
Sí, doctor Sigmund. De diez años juntos, como en las parejas. Hay poemas tristes sobre eso.
-          Entiendo. Pero explíqueme eso de “todo”.
Bueno, tiene razón. No era cansancio de los escenarios –que nunca fueron muchos– ni de las grupies –que fueron menos– ni de las drogas –que ni por asomo–, sino de diez años juntos y largas temporadas sin ensayar. Sobre todo eso. Una banda que no ensaya es una banda muerta, dice Óscar. Es una pareja sin sexo, digo yo, o con mal sexo, que es peor.
-         – ¿Y qué pasó?
Nadie podía. Media hora antes del ensayo al uno se le moría el gato, al otro se le enfermaba el hijo, al tercero le daba un ataque de tos. En un panorama así, la apatía se riega como hierba mala.
-         – Y viene la frustración.
No sé si frustración. Ya estoy muy viejo para lamentar el pasado. Solo que, sin ensayar, al Óscar se le acumulan las canciones, que es una sensación terrible: crear cosas que nunca toman forma. Y Fáber se desespera por no haber tocado nunca en el Carlos Vieco. Y yo, no sé, como que me aburro mucho en casa.
-         – ¿No sería que sí, que después de diez años había frustración por no ser famosos como La Toma?
Bah, en absoluto. En particular, le temo a las multitudes tanto como al cáncer o al fanatismo. Si de algo me siento frustrado es de no haber hecho más canciones, montones de canciones. Buenas y malas, qué más da. Mías, de Óscar, entre todos. Y grabarlas. Grabar es la frustración más bonita que tiene la música.
-         – Entonces este es el adiós, el post número cien.
Me temo que no. A veces despedirse cuesta más de lo esperado. Como en las parejas, insisto. Hace un par de semanas nos reunimos en un bar de Bello para acabar con todo y terminamos bebiendo y queriéndonos mucho.
-         – Eso suena un poco gay.
Como sea. Mencionamos todas las canciones que nos quedamos sin grabar, las de los primeros días. Canciones guitarreras, más densas, menos festivas que las de Combustiones. Como más nuestras, de cierta forma. Despedirse así no más, sin grito, es una manera tibia de despedirse. Las bandas de rock deben morir como los músicos del Titanic, nos dijimos en medio del brindis.  
-         – Y, abrazados, decidieron continuar. Cosas de borrachos, hombre.
No tanto. Dentro de nosotros hay cierta conciencia de que esta banda no va más, pero también creemos que hay ideas que no queremos que mueran en el silencio.
-          Interesante.
No digo que vayamos a morir a lo grande. Tan solo creo que vamos a cerrar el ciclo creativo, por llamarlo de algún modo. Grabar, componer, con el último aliento.
-        – Insisto: me dijo que este era el post número cien, el último.
Sí, lo es, pero de repente me dieron ganas de contar cosas. Como cuando comencé con esto. Hablar de música, que es lo único mejor que escuchar buena música. Sin censura. Sin verdades. Contar, como los enfermos terminales, cómo son los últimos días de esta banda.
-        – Perdone el escepticismo, pero no me convence. Más de una vez ha dejado tirado este blog.
Cierto. Totalmente. Pero quiero decir que quiero escribir cincuenta columnas más, una por semana. De lo que sea. Será como mi forma de duelo, mi Happy together. ¿Vio esa película, doctor Sigmund?
-      – Lo lamento, creo que ya estaba muerto. En cualquier caso creo que entiendo lo que quiere decir. ¿Algo más que agregar?
Sí, una cosa: en medio de la borrachera pensé en cómo podría llamarse el disco que resulte de este periodo agonizante.
-         – ¿Y cómo?
Así, como este post: Últimas canciones, primeros días.