lunes, 12 de julio de 2010

La memoria (y el olvido)

Uno se muere cuando lo olvidan, decía Mejía Vallejo, que bastante pensó en las memorias del olvido. Otro poeta escribió alguna vez: “Nacimos para el olvido y el olvido nos consume sin remedio. Sólo nos queda el abrazo de dos o tres amigos y el beso imaginado de la mujer que amé”.
Es una paradoja: vivimos de los recuerdos y sin embargo estamos condenados al olvido. Dos o tres generaciones después de nuestra muerte, nadie hablará de nosotros, no caerán lágrimas sobre la vieja fotografía en que aparecemos sonrientes frente al mar. Habrán, dirán algunos, unos cuantos que gracias a sus ideas perdurarán. Ja. Ya lo decía Julio Ramón Ribeyro: la obra “será lindamente editada. Luego curiosidad de algún coleccionista. Más tarde la cita de un erudito. Al final algo menos que un nombre: una ignorancia”.
Aún así, hay cosas que se deben recordar. Quizás para reafirmar nuestro paso por la tierra, incluso nuestras barbaries. O simplemente para no sentir que somos humo, que todos llegan y se van.
Sí, hay que recordar porque esos fantasmas que son los recuerdos también son parte de uno, demasiado de uno, a veces todo de uno. Son las historias que guardamos en las habitaciones de la memoria. Es ese día comiendo mango biche esperando la hora en que las chicas salieran del colegio; es aquel polvo feliz en Isla Fuerte; la noche del concierto en que no se rompió ni una cuerda. Y es, vida hijueputa, el funeral bajo un sol calcinante en el que se fue mamá; la paliza inmerecida que me propinaron algún día; la última carta de un amor que ya no fue.
Somos también eso, qué le vamos a hacer. Recuerdos azules o recuerdos colorados. Con filo de cuchilla o placidez de gato. Y somos olvido, a la vez. El olvido que seremos, como diría Borges. Son las cosas con las que a uno le toca vivir.