jueves, 19 de febrero de 2009

Áluna (un borrador sobre sus inicios)

- ¿Y hace cuánto tienen la banda?

Es una pregunta sencilla y, sin embargo, difícil de responder. Porque ¿qué indica el nacimiento de un grupo musical? ¿El primer ensayo? ¿Su primer concierto? ¿La primera grabación?

Trato de encontrar en mi memoria el momento en que comenzó todo y no lo encuentro. Las fechas se me confunden y no mucho me resulta claro.

Solo me queda suponer que todo fue a finales de 2005. Yo conocía a Óscar porque habíamos tocado juntos en una banda que no duró casi nada y que se desintegró por problemas de faldas -¡siempre las mujeres!-. Una tarde, creo que de octubre, me lo encontré en la universidad y charlamos un rato. Me dijo que quería hacer son cubano, que ya no quería tocar el bajo sino la guitarra y que estaba cansado del rock and roll. Me invitó a ensayar y una semana después yo estaba en su casa tratando de hacer música con unos desconocidos. Óscar tocaba la guitarra líder; otro chico, llamado Sergio, tocaba la guitarra rítmica; y uno más, del que no recuerdo el nombre, tocaba los bongoes. Desde el principio a mí me tocó el bajo.

Se suponía que Juan era el vocalista, pero estaba en Pácora cogiendo café y no regresaría hasta el febrero de 2006. Se suponía que Fáber sería el baterista, pero estaba en Jamaica ganándose la vida. Se suponía que íbamos a ser un grupo de son cubano, pero ninguno sabía gran cosa sobre este ritmo.

En un inicio, todo se suponía y nada funcionaba bien.

Al chico de los bongoes lo echamos rápido por una razón de salubridad: tiraba pedos todo el tiempo. Era grandioso con los tambores, pero despedía un olor insoportable. Sergio se aburrió solito. Creo que no duró más de tres ensayos. Y yo me fui para Argentina.

La única canción que nos quedó de nuestro intento con el son cubano fue un cóver: Chan-Chan, que es de lo de más fácil y ni aún así nos sonaba bueno.

Cuando regresé de Argentina, no recordaba que estaba en una banda.

Hasta que Óscar me llamó cualquier día de marzo de 2006. Me dijo que Fáber y Juan –a quienes hasta entonces no había conocido- ya estaban de vuelta en Medellín y que, ahora sí, podíamos ensayar en serio. El problema es que yo me había metido en uno de esos trabajos agobiantes que no dejan nada de tiempo libre y no podía ir a los ensayos. Sin embargo –quizás por esa fe que siempre le he tenido a Óscar- le dije que contara conmigo, que yo veía cómo podía ensayar.

Pero, la verdad, es que no podía. O si podía era una vez al mes. Y así no rinde.

Menos mal, Óscar tenía mucho tiempo libre, y cuando ensayábamos él tenía todos los arreglos listos. Se juntaba con Juan –que desde un principio me pareció un tipo de un talento desbordante al igual que su indisciplina- y montaban canciones que componían entre los dos, o que componía Juan pero con arreglos de Óscar. Así nacieron las primeras canciones de la banda: Celestino, Mundo de Fuego y Desierto de piel, que eran hechas para ser tocadas con guitarras acústicas, bajo y bongoes. Es decir, nada de estridencias ni chorus, nada de percusiones mayores.

Ensayábamos, cuando podíamos, los viernes en la noche en el balcón de la casa de Fáber, en Castilla. Fáber era el único que había estudiado música dentro de la banda, y eso se le notaba. De no ser por él, por la seriedad con que asumía su papel en los tambores, por el compromiso con que asume todos los aspectos de su vida, los ensayos no hubieran llegado a ningún lado.

No nos llamábamos Áluna entonces. No nos llamábamos de ningún modo. Simplemente éramos cuatro chicos que ensayaban una vez al mes y que no tenían mucha visión de lo que querían con aquel grupito. Pero la pasábamos bien. Juan nos enseñó a camellar en la calle cantando. Íbamos los sábados en la noche a tocar a las puertas de restaurantes por cualquier moneda. Óscar, en ese entonces, no tenía trabajo, y Juan, como ha sido siempre, vivía de cantar. Todo lo que ganábamos –que no era mucho- era para ellos. Creo que cantamos Mundo de Fuego –la canción de la melódica- como en 30 restaurantes del centro y en otros más de Bello y la 80.

La primera vez que tocamos como banda ante algún público fue en el cumpleaños de Fáber, en julio. Ya teníamos un par de canciones más: A quién le puede importar y Fuera de mí, que necesariamente imponían la participación de la batería y la guitarra eléctrica. Eso cambió mucho las cosas.

Pero si ven, éramos un grupo netamente pop. Éramos como la banda que acompaña a un solista, en este caso Juan. Todas las canciones eran suyas, tenían su estilo, y la banda como conjunto no tenía personalidad –bueno, aún la estamos buscando como adolescentes en su paso a la adultez-.

Aquel concierto fue más una serenata. Nada del otro mundo. Y vino otro más del mismo estilo, también en la casa de Fáber.

Entonces, a los pocos días, Óscar llegó con una canción que se salía por completo del estilo pop en el que veníamos. Se trataba de Silencio, una extraña combinación de rock sicodélico con algo que al final parecía un bolero. Tenía una letra rara, con muchos significados (aquello de No digas nada/ no preguntes nada/ Que un silencio sin fin será tu escudo/ y al mismo tiempo tu perfecta espada) y se prestaba para jugar más con la música y los estribillos (incluso yo no resistí la tentación de meterle un versito, que en realidad era una pequeña variación del Hondero entusiasta: No digas nada/ no pienses nada/ esto es un juego/ este es mi juego:/ rompecabezas que construyo con fichas de deseo/ La pasión, sangre y fuego/ me quema a llamaradas trémulas/ Ay, tú no sabes lo que es esto).

Eso sí que marcaba una variación a lo que veníamos haciendo. El rock comenzaba a llamarnos con su voz de borracho herido.

Justo en ese entonces –octubre de 2006-, cuando ya teníamos siete canciones y comenzábamos a pensar en un sonido más de banda, Fáber me echó del grupo porque nunca iba a los ensayos. No me lo dijo con molestia, sino con profesionalismo, y yo lo entendí aunque me lastimara. Cuando uno está en un trabajo que no deja respiros, tener un pasatiempo como la música es un mínimo equilibrio para no morir de tedio.

Pero qué más iba a hacer: me fui.

Y no volví a saber nada de los chicos en un par de meses. Solo una vez me encontré a Juan en el centro, quien me dijo que ya habían conseguido un nuevo bajista.

Hasta que el trece de diciembre de aquel año –eso sí lo recuerdo bien- me llamaron para que les ayudara con un concierto. Su nuevo bajista, al parecer, les había quedado mal, y ahora estaban en serios problemas para cumplir con el compromiso.

Yo recordaba perfectamente las canciones, así que no le vi problema. Aquel día, entre otras cosas, terminaba mi contrato laboral, o sea que era la fecha de mi libertad. Solo que para llegar al sitio del concierto me perdí entre las calles laberínticas de Castilla y llegué con una hora de retraso.

Cuando por fin encontré el lugar, los chicos ya estaban tocando. Fáber, se notaba de lejos, estaba furioso. Ya llevaban como tres canciones. Era un concierto en la calle, en la celebración de los cinco años de la corporación cultural La Jícara, y el público se veía expectante.

Me subí al escenario sin decir nada y me colgué el bajo. Iban a la mitad de A quién le puede importar. Comencé a tocar. No me atrevía a mirar a los otros chicos; tenía la vergüenza quemándome la piel.

Como yo venía del trabajo, llevaba puesto un traje azul, con chaleco de paño y corbata a rayas. Se veía muy chistoso mi aspecto de ejecutivo pobre en una banda de rock.

Alcancé a tocar cuatro canciones. Cuando tocamos Silencio, que era la última del repertorio, la cosa se supo animada. Sonaron aplausos sinceros. Nada mal, para ser nuestro primer toque oficial.

Para despedirnos, Juan dijo:

- Esto fue Áluna, hasta la próxima, muchas gracias.

Fue la primera vez que nos llamamos con este nombre, propuesto por Óscar desde tiempo atrás. Aunque no nos gustaba, no habíamos encontrado otro mejor.

Desde aquel día, nos hicimos amigos de La Jícara y toda la movida cultural de Castilla. Comenzamos a existir para ciertas personas enamoradas del arte.

Luego del concierto, nos pusimos a charlar y les pedí disculpas a los chicos por el retraso.

Entonces, Fáber me dijo:

- Si quiere, y ya puede ensayar, vuelve.

Y yo, claro que quería.
Y no es por nada, o quizás por todo, pero creo que ese día nació Áluna de verdad.

Por cierto, estas son las primeras fotos que nos tomamos, allá en el balcón de la casa de Fáber en septiembre de 2006.

lunes, 9 de febrero de 2009

B side: Quisiera ser (W.I.N)



Señores: vale la pena que le sigan la pista a esta banda. Se llama W.I.N y es de Castilla. Y tienen mucho, muchísmo talento.

jueves, 5 de febrero de 2009

El rock de los solitarios

Paradójicamente, el rock más comercial en Medellín es a la vez el más solo. Me refiero al pop rock, el blues rock, el rock fusión o, simplemente, el rockcito, como tienden a llamar ese tipo de rock que puede beber de influencias que van desde lo más dulce de Fito hasta lo más ácido de Draco. Es decir, un rock que asienta muy bien en los bares, que no da para poguear pero que no deja caer dormidos. Un estilo Beatle (verso, coro, verso, coro) muy sabroso para escuchar. De ése, del que menos feo le hacen las emisoras, es del que hablo.
Y es paradójico porque contrario a lo pasa con el metal, el hip hop, el punk o hasta el reggae, el rockcito en Medellín no tiene un movimiento.
No cuenta con eventos especializados tipo Metalmedallo, no crea ejercicios de apoyo mutuo como lo hace el hip hop con la Tribu Omerta, no lanza compilatorios como lo intenta el punk con La Jornada del Caos.
Es un solitario.
Bandas como Volcánica, Ciudad Pasarela o Artefacto no tienen un festival independiente que las aglutine. Tocan por ahí, de a una, con su gente. Seguidores que no tienden a asomarse a lo que hacen las otras bandas.
Y ellas, las bandas de esta onda, tampoco hacen lo que hace el hip hop: integrarse, ayudarse las unas a las otras con los videos, crear estudios especializados y gestionar eventos para su música.
Son, más bien, como extraños grupos huérfanos. No se sabe bien quiénes son sus seguidores –al menos, no es tan evidente como con otros ritmos-, no hay eventos que las convoquen, no hay sellos ni ejercicios de integración.
Hacen el rock con más proyección internacional, usualmente sus discos son muy bien grabados, suelen tener muy buenos músicos e instrumentos, pero así, solitos, dan algo de pena.

domingo, 1 de febrero de 2009

B side: Los días adelante (Bajotierra)

No conozco un grupo de rock colombiano que despierte tanta nostalgia como Bajotierra. Primero por sus discos, en especial, desde luego, por Lavandería Real. Y segundo por sus conciertos: desde uno a principios de los noventa en la Casona de Envigado hasta otro en el Parque San Antonio en el que Camilo Suárez se lanzó al público pero nadie lo recibió. Y muchos, muchísimos más. Leer su página en Facebook es eso: encontrarse con comentarios nostálgicos de lo que fue Bajotierra, de lo que significaron canciones como Las puertas del amor o Slam Dance y de lo que, snif, fue una época gloriosa para el rock nacional.

Por eso, cuando después de diez años de receso anunciaron un nuevo álbum la expectativa fue mucha. El problema es que la mayoría esperaba una especie de Lavandería Real 2 y de eso hubo muy poco. Casi nada. Entonces, para muchos vino la decepción. Sobraron comentarios como que Bajotierra ya no tenía el mismo estilo en la composición, que las voces parecían de ultratumba, que ya no habían trompetas, y un larguísimo etcétera en el que lo que quedaba claro era que Bajotierra ya no era igual.

Lo cual es completamente cierto: Bajotierra ya no es igual. En primer lugar, porque ya no está el hilarante Camilo Suárez, vocalista principal del Lavandería Real. Ya las canciones no son tan festivas ni las letras cuentan historias como en Jimmy García, ya no hay influencias de la salsa como en Las puertas del amor ni una canción acústica tipo El pobre.

No es igual Bajotierra, es verdad. Estos tiempos tampoco lo son. Pero, digo yo, no es para echarse a llorar.

Por una razón de peso: Los días adelante, el último disco de la banda, es muy bueno. Distinto, claro, con otra poesía y otro estilo. Es, me da la impresión, un álbum muy de Lucas Gingue, vocalista en el primer álbum de la banda y vocalista en Los días adelante. Son letras más crípticas, pero que evocan imágenes inquietantes (“¿Y si cada movimiento produce ondas en el cemento que te llevan lejos?”). También hay canciones dulces tipo Vigilante: “Vos sos mi tiquete ganador/ aquí en la tierra sos mi misión/ y si de lágrimas hacés un mar/ en ése es que yo me quiero ahogar”. Y bailables, aun sin trompetas, como Killer monkeys: “Aquí están/ otra vez/ y no van a parar/ de hacer ruido/ toda la noche/ se quedan así/ es lalalalá”.

Un álbum que sigue siendo urbano, con guitarras rítmicas y voces sobre dobladas. Más íntimo, de alguna forma. Menos colorido y más oscuro. Se podría decir –y ahí me perdonarán la rima- mucho más maduro.

Diez años no pasan en vano, y si bien el Lavandería Real sigue siendo para muchos el mejor álbum de la música rock colombiana, Los días adelante no defraudan. Simplemente hay que escucharlo un poco más: no es tan impactante de entrada, pero al rato, señores, sí que comienza a gustar.
Por eso la invitación es clara: www.myspace.com/losdiasadelante